El auge de la primera televisión de los años cincuenta fue exorcizado por Hollywood de dos maneras diferentes y casi contrapuestas.
Una de ellas fue la espectacularación y los grandes formatos visuales, especialmente en géneros como el peplum o el western; otra, de signo contrario, fue la cooptación de una serie de escritores y directores de ese mundo televisivo en ciernes, así como la adopción de temáticas realistas y sociales.
Con estos presupuestos y aprovechando la apertura temática y la decadencia de los estudios, surge la llamada generación de la televisión. Con Marty de Delbert Mann como título fundacional, realizadores como Lumet, Ritt, Penn, Frankenheimer o Mulligan supusieron una notable renovación estilística y temática, cuyo resultado fue un puñado de excelentes obras.
En aquella época la mayor acometividad política de un Frankenheimer o la modernidad romanticista a la europea de un Penn gozaron de una mayor respaldo crítico, pero la criba del tiempo, en mi opinión, ha revalorizado la obra más discreta y aparentemente convencional de un Robert Mulligan, cuya noticia de su fallecimiento a los 83 años hemos conocido esta semana.
Logró su obra maestra con la adaptación de la novela de Harper Lee, Matar un ruiseñor, legando la inolvidable creación de aquel Atticus Finch que encarnó inigualablemente Gregory Peck. Sólo por ella tendría un lugar en la mejor historia del cine.
Frente a la brillantez de semejante gema, podría considerarse que el resto de su producción palidece. Sin embargo, podemos encontrar en ella notables westerns como La noche de los generales, sólidos policiacos setenteros como El hombre clave, atrevidos melodramas románticos como Amores con un extraño, Verano del 42 o El próximo año a la misma hora y ejemplos de original y lúcido cine de terror como El otro (según una novela del también actor Tom Tryon).
El Cine de Nunca Jamás 