El nombre del californiano Tay Garnett, pese a ser uno de esos todoterrenos del Hollywood clásico capaz de lograr notables (aunque no excelentes, ay) obras en diversos géneros, desde la screwball comedy (Love is news, Seven sinners) al cine negro (The postman always ring twice) pasando por el melodrama (One way passage), el cine bélico (Corea año cero, Bataan) o el drama glamouroso con toques exóticos (Mares de China), no es de los que ha permanecido grabado en la memoria, excepto en la que algunos selectos cinéfilos del añejo cine de estudio de los años 30 y 40.
Tras unos orígenes como piloto, Garnett entraría a trabajar en el Hollywood de los años veinte como guionista de comedia para Sennett o Hal Roach, hasta poder debutar como director en 1928, cuando el cinematógrafo se hallaba en un momento crítico, dejando de lado la etapa muda.
Asentado ya como director, uno de sus primeros films importantes será el melodrama romántico One way passage, filmado para la productora Vitaphone (Warner Bros.) y basado en un argumento de Robert Lord (20000 años en Sing-Sing, The little giant, Bordertown, Dr. Sócrates…), podado y retocado por Wilson Mizner, Joseph Jackson y el propio Garnett.
Tras los característicos créditos de la época, a modo de sucesivos cartones donde sale retratado el reparto en los papeles principales del film, unas imágenes de archivo documental nos sitúan en el exótico emplazamiento de Hong-Kong. Con un elegante e hipnótico movimiento de travelling hacia adelante, Garnett nos introduce en un tugurio de ambiente marinero, más idealizado que lo sórdido que pudiera pensarse, para, tras el prólogo chusco de un curioso terceto coral, llevarnos al fondo de la barra, donde un atildado y metódico barman prepara con delectación y cuidado profesional el cocktail de la casa, para servírselo a un elegante y anhelante cliente, Dan (William Powell, elegante y eficaz aunque algo desvaído). En el momento en que éste va a probrarlo, un empujón por la espalda de otro cliente del bar le lleva a derramarlo casi en su totalidad, dibujando un gesto de contrariedad en su rostro.
Al darse ambos la vuelta, descubrimos que la persona que con su torpeza le ha causado tal incomodidad es una bella y elegante joven, Joan Ames (Kay Francis, a placer en uno de esos papeles de desvaída y triste heroína romántica que la convirtieron en una de las reinas de la pantalla en los años treinta). Entre ambos surje inmediatamente una gran atracción, una notable química que Garnett filma en entrecruzados planos medios (over the shoulder).
Dos desconocidos que el imprevisible azar ha unido en la barra de un bar en la otra punta del mundo, dos jóvenes atractivos entre los que inmediatamente surje la chispa, de los que no sabemos nada, sólo que acabamos de asistir al inicio de un gran amor. Ambos toman seguidamente lo que queda del cocktail, despidiéndose en la idea de que jamás volverán a verse -aunque no descartan repetir tan maravilloso encuentro- , sellando el mismo con el divertido gesto de romper las copas contra la barra, haciéndolas añicos (símbolo del brillo y la fragilidad, del imposible futuro que ineludiblemente connotará su recién iniciada relación). Nuevamente, como suele ser recurrente en la comedia o el melodrama clásicos, la irrupción inesperada y abrupta del elemento femenino (el empujón) supondrá un punto de no retorno en la vida del protagonista, trasunto de la inestabilidad y el carácter azaroso de toda pasión amorosa.
Cuando Dan se dispone a despedirse nuevamente de Joan desde el umbral de la puerta del local, el plano se abre para descubrirnoslo encañonado a punta de pistola por un policía que, a continuación, procede a su detención y que lleva tras sus pasos desde que se fugara en San Francisco, acusado de un asesinato que le llevará al penal de San Quintín y a una más que probable ejecución en la horca.
Conducido por el policía Burke (Warren Hymer, histriónico, en la senda del cine mudo cómico) hasta el barco, esposado a su muñeca, Dan se las apañará para, en un descuido de su guardián, arrojarse ambos al mar y lograr presentarse ante los ojos del pasaje como héroe salvador, negociando con su captor el disfrute del viaje en barco sin la molesta y antiestética (hecho que le agravia enormemente, dado su aspecto y status de gentleman) presencia de las esposas, en vista al momento propicio para una triunfante y definitiva huida. Mientras nada acarreando a Burke, la cámara de Garnett, mediante un curioso y largo zoom, acerca la escena a los ojos de Joan, quien se encuentra contemplando la misma desde la cubierta, relacionando con ello, nuevamente, ambos personajes, irremisiblemente conducidos por los hados hacia una segura unión.
Tras ello, una vez a bordo del navío que realizará durante unas cuatro semanas el trayecto entre Hong-Kong y San Francisco (donde tendrá lugar la mayor parte del metraje del film), conoceremos, merced a una conversación entre Joan y su médico personal, que ésta se dirije a un sanatorio, víctima de una grave enfermedad que puede acabar con su vida si no extrema sus cuidados y se priva de ciertos placeres mundanos a los que es proclive. Cuando ella se encuentra a punto de prometer obediencia al doctor, la voz de Dan en cubierta, al lado de su ventana preguntando por ella, la resuelve a disfrutar sin freno y hasta el máximo lo que de vida pueda quedarle, saliendo en su busca, dispuesta a exprimirla fondo, a berbérsela hasta la última gota (como las copas de cocktail que sellaron el comienzo de su relación en el bar).
Nuevamente, ambos se reencuentran en la barra del bar del paquebote, en una repetición con leves variantes de la escena inaugural de su primer y fortuito encuentro, brindando y apurando hasta la última gota sus respectivos cocktails, dispuestos a disfrutar juntos de su recién nacido amor, a apurar la copa de su decreciente tiempo de vida (aclaratorio gesto de dolor, entornando los ojos y cambiando de semblante, de Kay Francis cuando Dan brinda con un imposible ‘Salud’), rompiendo ritualmente las copas en la barra (en una nueva repetición con voluntad de simbólico significado, de las que el film está repleto), sello indeleble de su unión, de su inaugurado amor que, a continuación, les vemos disfrutar en plenitud (ese destello de gloria –blaze of glory-, en palabras de Joan) en la cubierta del navío, recortados ante ese horizonte esplendoroso que ambos se saben vedado: ella, por a terminal enfermedad que la confinara en un lóbrego sanatorio; él, por la condena que pende sobre su cuello y oscurece su futuro.
En la travesía marina, con la función de acompañamiento de la pareja protagonista y con vistas a descargar del excesivo tono trágico que un argumento así pudiera naturalmente conllevar, Garnett introduce varios personajes secundarios, a modo de coro cómico. El primero, Skippy (irresistible Fran McHugh, en uno de sus habituales papeles cómicos, deudores del cine mudo, que bordaba en aquella época), ratero y carterista borrachín, quien subirá a bordo en el último momento, perseguido por la policía local, viejo conocido tanto de Dan como del policía que le custodia, servirá de contrapunto cómico frente al drama encarnado por los protagonistas, llegando incluso a escenas propias del más canónico slapstick (la escena ante el espejo, pareja a aquella inolvidable de Groucho en Sopa de ganso) o del teatro de variedades, como las escenas junto al barman. Igualmente, el personaje de la (falsa) condesa de Berilhaus, Betty (una arrolladoramente joven y atractiva Aline McMahon, lejos de aquellos papeles de vieja y aguerrida pionera en sus films con John Ford), integrante del pasaje, timadora profesional que anda tras la cartera de algún envarado y millonario aristócrata europeo a bordo, quien pronto se relacionará con el policía que custodia a Dan (primero con intención de distraerle para ayudar a su amigo a quien debe favores; más tarde, trabará una auténtica relación de respeto y cariño mutuos), también servirá para introducir un elemento de ligereza, propio de la comedia sofisticada y de enredo, con objeto de descargar de voltaje melodramático a la historia principal del film, en lo que viene a ser, además, una curiosa reivindicación de los personajes al otro lado de la ley (enseguida se unirán con intención de ayudar a escapar a Dan), de su solidaridad de clase y de su lealtad, frente al ensimismamiento autista de las ociosas clases aristocráticas y adineradas, objeto de caricatura y burla en el film, extensible, tal vez, a ese tipo de cine encopetado y glamouroso, característico en aquella época de otras productoras competencia de Warner.
Vemos a ambos, Skippy y Betty, quienes enseguida se han reconocido mutuamente en el baile del barco, reunidos en el camarote de ella (donde nos conduce Garnett sinuosa y elegantemente, con la cámara siguiendo el devenir del camarero que les porta una bandeja), unidos por sus modales (ambos beben a morro, ansiosamente, de la botella de ginebra), observando a través de la ventana a Dan y Joan, nuevamente en cubierta, frente al horizonte inaccesible para ellos (en una de esas repeticiones a modo de subrayado con que Garnett puebla el metraje del film).
Tras una elipsis que nos lleva directamente al decimosexto día de viaje (curiosa estructura de diario salteado, dotando al film de una particular circularidad imperfecta), encontramos a Dan y Joan gozando y disfrutando de su mutuo amor, en la pista de baile, cuando, como un nuevo y fatal hálito premonitorio, un nuevo desvanecimiento de Joan en brazos de Dan (paralelo a la admonitoria presencia del doctor en la sala, en actitud de desaprobatoria vigilancia ante la disoluta conducta de Joan) nos recuerda la inexorabilidad del fatal destino trágico de la pareja.
Ante la inminente llegada del navío a Honolulu (decimoséptimo día del viaje), Dan idea su posible huida, ayudado por sus escuderos (Skippy y Betty, quienes roban al policía las balas de su pistola), pese a lo cual es encerrado en el puente de mando de la sala de máquinas del barco cuando el amaño es descubierto por Burke, de donde saldrá gracias, nuevamente, a Skippy, quien, ayudado por Betty, le ha birlado al policía la llave del puente, dándole el cambiazo con su mañas de carterista y timador (nuevamente connotadas positivamente en el film, con el objeto de la liberación de Dan y la consumación en plenitud de su amor). Así pues, ante el desconocimiento de Burke y liberado, cuando se haya dispuesto a escapar y liberarse definitivamente, Dan, en un nuevo giro fatal del destino de ambos, vuelve a cruzarse con Joan, quien le espera en la escalinata del barco para pasar juntos la jornada, e incapaz de evitarla y despreciar su amor, sacrifica sus planes de huida, acompañándola a la isla.
Será, sin embargo, allí, y aunque Dan seguirá pergeñando subrepticiamente, a espaldas de Joan, sus planes de huida (concertará plaza en un navío fondeado en el puerto), donde la pareja vivirá su momento de mayor plenitud, consumando su unión. Como mandan los cánones romanticistas, la pareja consumará su amor lejos del control de la sociedad (el microcosmos del pasaje del barco actúa como sinécdoque de la misma), en un rincón apartado de una solitaria playa (recreada en estudio, claro), fundiéndose en un cálido abrazo (fusión que llega al límite de la mutua absorción física), consumando su pasión a orillas del mar (la habitual elipsis sustitoria del acto sexual es dada por Garnett mediante la efectiva aunque evidente metáfora de las colillas que ambos tiran a la arena y que, minutos más tarde, reencontramos totalmente consumidas, símbolo claro de la referida consumación), concluyendo la escena en una (nueva) fuga hacia ese horizonte inaccesible y vetado que tanto anhelan y miran los protagonistas.
De vuelta al barco, Dan le confiesa a Joan su situación y su idea de no regresar, de escapar de la ley, provocando el desmayo de ésta, lo que le obliga nuevamente a elegir entre su libertad y el amor, entre un futuro lejos de las garras de la ley y la sociedad y su amada Joan, desmayada en sus brazos. Ligado fatalmente a ella, imposible su separación, Dan tendrá que llevarla en brazos hasta el navío, ligando así su futuro al suyo. En este escena, la vestimenta blanca y clásica, con reminiscencias mitológicas y simbolistas (Ofelia, por ejemplo), de Joan, sus ojos cerrados y su mórbida languidez prefiguran, tal como Garnett nos la muestra, el cadáver en que pronto ha de convertirse de manera ineludible.
Seguidamente, vemos a Skippy subiendo en el último instante en el barco, perseguido nuevamente por la policía local, en una de esas repeticiones rimadas que jalonan todo el fim, connotando efectiva pero enfáticamente el carácter de los personajes principales del mismo.
Tras unas nuevas elipsis, inmersos ya en el vigesimosegundo día de travesía, a las puertas de una San Francisco (final de trayecto) que Dan y Joan atisban desde cubierta, mientras aquel rememora su infancia en esa ciudad de la que es natural, Garnett vuelve a incidir es su afán enfático, subrayando groseramente el futuro que ante el se despliega, sobreimpresionando un cadalso a su rostro, con intención nuevamente premonitoria y torpemente hiperdramática. Mientras, Betty y el policía Burke, quien ha recibido un fax donde se aclara la delictiva personalidad de ella, sellan su amor, comprometiéndose a partir desde cero en un nuevo futuro juntos como granjeros, lejos de la ciudad (nuevamente, menosprecio de corte y alabanza de aldea -la ciudad como nido de corrupción e inmoralidad; el campo como refugio moral, como regreso a un arcádico origen inmaculado-, estilema recurrente y frecuentísimo en el cine clásico).
La pareja protagonista, en una de esas circulares repeticiones rimadas a las que Garnett viene recurriendo de manera insistente – ¿dudas por parte del director acerca de la receptividad del espectador en el nuevo cine sonoro, quizás? -, nuevamente en la barra del bar, vuelve a compartir una copa, renovando sus votos de amor, emplazándose para una (imposible) cita en México en Nochevieja, en el plazo de un mes (elemento que emparenta el film como el melodrama Tú y yo de Leo McCarey), renovando ritualmente su unión al romper las misma en la barra, ante el atónito camarero, quien repite la misma acción como contrapunto cómico a la solemnidad dolorida de la despedida de los amantes.
De vuelta a su camarote para preparar sus maletas y desembarcar, Joan conoce la verdadera situación de su amado Dan de manera indirecta, gracias a la indiscreción del personal de a bordo, corriendo en su busca (con la cámara de Garnett tras sus pasos), a contracorriente de la gente que abandona el barco (la sociedad), encontrándole y sorprendiéndole esposado junto al policía Burke, a punto de abandonar el navío. A prudente distancia ambos se miran, despidiéndose nuevamente y emplazándose para su cita mexicana, sabedores ambos de que ésta no llegara pero deseosos de mantener la ficción por amor a su pareja, disimulando su dolor ante el fin de una historia de amor que equivale al fin de sus vidas.
En un elegiaco y emotivo, casi soñado, epílogo en el mencionado emplazamiento mexicano, Skippy (vehículo, en este caso, del espectador y sus sentimientos) homenajea a su amigo y su amada, bebiendo doliente y solitariamente en la barra del bar, cuando, ante una pareja de atónitos camareros, aparecen dos copas rotas en la barra, metáfora de los desaparecidos amantes, de su amor más allá de la muerte.
Considerado uno de los más representativos melodramas románticos de los primeros años treinta, vista hoy en día, One way passage, en sus apenas 67 minutos de duración (un récord de densidad y efectividad narrativa), supone un contenido ejercicio de estilo, alejada de los senderos arrebatados y paroxísticos a los que su trágico argumento podría haberlo llevado (el amor contrarreloj de dos seres a los que, por diferentes motivos, se les agota el tiempo de libertad y vida, dispuestos ambos a apurar hasta el fondo -esas últimas gotas a que se refiere Joan en el primer encuentro de ambos-) gracias a la gracilidad narrativa de Garnett (estilosos movimientos de cámara herederos del refinamiento propio del más elevado cine mudo recientemente fenecido, agilidad en el ritmo, etc…) y a su eficacia alternando de manera sabia los componente melodramáticos con su contrapunto cómico y mundano (las andanzas de Skippy, Betty, las escenas con los camareros…), apoyado para ello en la riqueza de los personajes secundarios y en el excelente trabajo de los actores que los encarnan. Curiosamente en un melodrama considerado canónico, mientras los elementos melodramáticos y románticos, aunque vigentes, se van revelando como añejos y algo envarados, el contrapunto cómico y costumbrista dota al conjunto de notable fuerza y viveza, no sólo como equilibrio del drama fatal de sus protagonistas, sino en sí mismos, lo cual no impide destacar la clase y gusto por el detalle del resultado global.