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Archive for the ‘Críticas’ Category

Junto con la screwball comedy, el cine de aventuras coloniales fue uno de los géneros más característicos del cine americano de los años 30, dejando un puñado de notables obras como La jungla en armas, Beau Geste o Tres lanceros bengalíes, entre otros muchos ejemplos. En dicho género puede encuadrarse esta producción Warner, concebida para consolidar el status estelar del ascendente Errol Flynn como estrella de la casa, tras sus recientes éxitos en films como El capitán Blood o La carga de la brigada ligera, y firmada por el cineasta de origen alemán William Dieterle, en un momento de notable prestigio gracias a sus ambiciosos biopics (Life of Emile Zola, The story of Louis Pasteur,…)

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La acción se sitúa en un destacamento del ejército colonial británico en el desierto arábigo de Dikut, centrándose especialmente en el coronel al mando del mismo, John Wister (acartonado y poco expresivo Ian Hunter) y su mano derecha, el joven capitán Denny Roark (Errol Flynn). Dicha plaza militar tiene como cometido el mantenimiento de la paz y el statu quo colonial, vigilando y manteniendo en su límite fronterizo a las fuerzas de dos jefezuelos militares locales árabes.

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A modo de prólogo, el film se inicia con los preparativos de un viaje vacacional del coronel Wister a su Inglaterra natal, en el cual dejará el cuartel al mando del joven capitán Roark. En dicho viaje en barco, Wister conocerá a la joven e inquietante viuda, Julia Ashton (Kay Francis), enamorándose de ella al volver a coincidir como invitados en una mansión familiar de amigos comunes a la que ambos están invitados (este tramo del film recuerda a otros dramas románticos en pasajes marítimos, tales como One way passage -también con Kay Francis- o Tú y yo). Pese a confesarle que no está enamorada de él pues su amor sigue fiel a su fallecido esposo piloto muerto en un arriesgado vuelo aéreo, la insistencia de Wister consigue que acceda a casarse con él y trasladarse a una nueva vida juntos en Dikut.  Dieterle conduce este tramo romántico con elegancia y sobriedad, apoyándose en unos diálogos ampulosos y gravemente románticos (esas referencias a la imposibilidad de enamorarse nuevamente tras haber conocido el amor verdadero, trufadas de citas poéticas), destacando la glamourosa presentación de la protagonista en la cubierta del barco, salpimentada con el contrapunto cómico y grosero del personaje del pretendiente comerciante de tabaco.

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Una vez convertidos en marido y mujer, de regreso del cuartel de Dikut, pronto las obligaciones militares del coronel (el conflicto con los levantiscos cabecillas indígenas ha reverdecido en su ausencia) propiciarán la soledad y aburrimiento de Julia, quien encontrará consuelo en la calurosa amistad del capitán Roark. En su carácter jovial y emprendedor, en su vigorosa juventud, Julia reconocerá las mismas virtudes y encantos de su difunto amor, cayendo ambos inexorablemente enamorados.

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Dieterle se encuentra, ciertamente, más cómodo en los episodios sentimentales y románticos que en los aventureros y militares de la misma, dotando al film de un estilo evocador y elegante, de raigambre expresionista y ciertas concomitancias con el look visual de los coetáneos films de un Sternberg, por ejemplo. El cortejo y enamoramiento transcurre en escenas nocturnas, llenas de magia y ambiente propicio para la sensualidad y la ensoñación romanticista, sugestivamente rodadas por el director.
Tras besarse y reconocer su mutuo enamoramiento, Julia y Roark luchan por negar sus sentimientos, por fidelidad y lealtad a Wister. De ese modo, el film plantea un peculiar triángulo amoroso y pasional (Wister no tarda en ser conocedor de los sentimientos de ambos y de su mutua atracción), presidido por el respeto mutuo, la franqueza y la lealtad, bien al contrario que la característica presencia de la posesión, el deseo o los celos habituales. Ello dota a la historia de nobleza y elevación, laminándole, sin embargo, potencialidad melodramática y emotividad.

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Asustada por sus sentimientos, Julia impele al coronel para que envíe a Roark al mando de las tropas en la siguiente salida de reconocimiento, en la que el capitán y sus tropas se verán inclementemente atacadas por las fuerzas de uno de los jefes tribales de la zona, pereciendo en su mayoría y resultando Roark herido. Ni siquiera en este tramo presidido por la acción y los combates en el desierto, Dieterle se priva de un cierto esteticismo claroscurista rayano en lo relamido (un bello pictorialismo algo epidérmico preside los encuadres de la andadura a caballo de las tropas por el desierto, e incluso de los combates militares), si bien demuestra solvencia en la narración briosa de los hechos, incidiendo en el comportamiento honorable y valiente de los soldados (emotiva subtrama del soldado acusado de cobardía, ayudante de cámara del coronel, rehabilitado con una acción heroica y valerosa que le costará la vida -aquí vuelve a salir la referencia a esas ‘cuatro plumas’, símbolo de la cobardía, que dieran título a la excelente película de parecida temática de Zoltan Korda, basada en una novela de A.E.W. Mason-).

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Pese a negarse a verle durante su convalecencia, Julia no consigue negar y sofocar su amor por Roark, accediendo a visitarle durante su reposo, coincidiendo con un violento golpe de siroco que azota el lugar (facilona aunque efectiva metáfora del desbordamiento pasional a punto de reavivarse entre los personajes). Al volver a verse, incapaces ya de negar su amor pese al respeto que ambos sienten hacia Wister (la relación con él está presidida por la protección paterno-filial y el agradecimiento, en ambos casos), volverán a sentir la pasión a la que están abocados (convenientemente elidida por Dieterle, mediante esa puerta que se cierra cuando Julia pretende marcharse de la casa en plena tormenta de aire).
Consciente ya de la irreversibilidad y solidez del amor entre Julia y Denny, Wister opta por una noble resignación, por no obstaculizar su felicidad, conformándose con la situación. Ante un nuevo ataque de los insurgentes árabes de la zona, optará por sacrificarse en una misión aérea suicida destinada para Roark, en una especie de inmolación, entre el deber y el desengaño amoroso, que abrirá paso a un futuro de felicidad para los enamorados (ese nuevo amanecer a que se refiere el título original del film), en un último y supremo gesto de nobleza y elevación, alejado del comportamiento vengativo o celoso que pudiera esperarse en una situación de ese tenor, coherente con el comportamiento noble y leal propio de los componentes de este extraño triángulo pasional.

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Pese a contar con la solidez y solvencia propias de una producción Warner de este tipo (la participación en la confección del guión de Somerset Maughan, la música de E.W.Korngold, los decorados y atrezzo a la arábiga tan característicos de todo film ambientado en el desierto, el exotismo orientalizante recreado en la magia de los estudios – parece ser que fue rodada en Yuma, Arizona), el film muestra ciertos desequilibrios, resultando menos conseguido que otras muestras coetáneas del mismo género.

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Dieterle no se esfuerza en ocultar su preferencia por el triángulo romántico frente a los elementos aventureros y militares, faltos de coherencia, referidos de manera atropellada y empleados sólo como excusa y contrapunto para el devenir sentimental de los protagonistas, así como por dotar al conjunto de una cierto voluntad de estilo, de un gusto estetizante que, si bien dota de clase y distinción al conjunto, resta algo de eficacia y potencia al conflicto dramático.

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No ayuda demasiado la labor de un reparto algo despistado (Dieterle no consiguió tampoco rodear a su trío protagónico de la habitual pléyade de rostros secundarios capaces de dotar al conjunto de un valor añadido y desaprovecha las posibilidades de algún personajes lateral -la hermana de Roark, abnegada y secretamente enamorada del coronel-), con una Kay Francis esforzándose en su (repetido) papel de heroina romántica pero viendo declinar su carrera al final de una década en la que fue una de las reinas de la pantalla, y, especialmente, un Errol Flynn, carismático y vigoroso, pegado a su mueca cínica y seductora pero falto de la profundidad y el dramatismo apasionado que requería para dotar de credibilidad a su personaje (quizás influyeran en esto sus desavenencias con Dieterle y la productora durante el rodaje).

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En resumen, un estimable pero insuficiente híbrido de aventuras coloniales moderadamente exóticas y drama romántico estiloso pero romo, entre las dunas del desierto y la penumbra anhelante de los cuartos de oficiales.

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ross_00 Más allá de su reconocida trilogía noir (Gun Crazy, The big Combo, Relato criminal), la obra del director Joseph H.Lewis tiene notables obras de género, dentro de las limitaciones propias de su encuadramiento en la serie B de los estudios.
Anteriormente a las citadas, realizó en 1945 este melodrama de intriga criminal, trufado de esos elementos psicologistas tan caros a la época, y ambientación británica, My name is Julia Ross, producido por la Columbia.

Tras los iniciales créditos, vemos, bajo la intensa lluvia londinense, una silueta femenina, vista de espaldas, avanzando por las calles hasta su llegada al zaguán de la pensión en la que vive. Sin descubrirnos todavía su rostro, Lewis nos muestra sus manos, recogiendo una carta a ella dirigida (miss Julia Ross), ante la mirada de una insolente y desmañada criada. Se trata de una invitación a la boda de un antiguo huésped, Dennis Bruce, presumiblemente cercano sentimentalmente a la mujer, ya pasado el día de su celebración. Finalmente, Lewis levanta el plano para mostrarnos el rostro de su protagonista, la mencionada Julia Ross (Nina Foch, recientemente fallecida, en uno de sus escasos papeles protagónicos).
Con esta sugerente y estilosa presentación, el director sitúa rápida y efectivamente la acción, a la vez que dota de magnetismo y secreto a su personaje femenino, dotando al conjunto de notables atractivo y misterio.

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Tras el desengaño sentimental (elípticamente referido en el relato), Julia Ross, tras leer un anuncio en prensa, se dirige a una extraña agencia de colocación en busca de empleo como secretaria, con el afán de emprender una nueva etapa vital. Allí, una algo bizarra secretaria le ofrece un trabajo como secretaria para una adinerada familia, los Hughes. Sin embargo, el empleo conlleva como necesarias unas extrañas y estrictas condiciones, insistentemente explicitadas: exclusividad durante un año, más allá de enfermedades, relaciones sentimentales u obligaciones familiares. Necesitada y deseosa de emprender nuevos desempeños, Julia acabará aceptándolo sin más dilación.

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Seguidamente, conoce a la familia para quien va a entrar contratada, la anciana señora Hughes (Dame Mae Whitty) y su extraño hijo, Ralph (George MacReady, en uno de esos prototípicos papeles de desequilibrado, un año amtes de su papel estelar en Gilda). Lewis va introduciendo algún elemento desasosegante en la planificación de estos encuentros previos (plano de un criado de la familia observando desde la rendija de una puerta, el comportamiento de la secretaria de la agencia, etc…), que irán creando una atmósfera intrigante, un tono de intranquilidad que le va dando al espectador noticia de la trastienda de unos hechos aparentemente banales y cotidianos.
Así pues, pronto vemos a los cuatro reunidos, tras la marcha de Julia, implicados en un complot cuya motivación desconocemos todavía.

A su regreso a la pensión, Julia se reencuentra con Dennis Bruce (un oscuro y poco carismático Roland Varno -de origen holandés como su compañera de reparto, Nina Foch-), regresado a la misma, cuyo enlace matrimonial ha terminado por no tener lugar, debido a la intromisión de sus mutuos sentimientos, renovándose en ella la promesa de una futura relación. Sin embargo, firmado ya el contrato con los Hughes, el nuevo trabajo se interpone en sus planes.
Por la noche, finalmente, Julia se presentará en la mansión de los Hughes, para comenzar su andadura en el nuevo empleo, siendo recibida con cortés agasajo por el hijo, Ralph. Tras su entrada, la cámara de Lewis se acerca al portante y al rejilla de la puerta que se cierra, subrayando el componente de reclusión y alejamiento del mundo, cuyo alcance pronto se nos dará a conocer.

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Tras tomar el té, vemos que los Hughes han drogado a Julia que dormirá durante horas, y han planificado la clausura de la casa y su traslado a la mansión familiar en una localidad costera, Beverton, haciendo desaparecer todas las pertenencias de Julia.
Lewis intercala aquí una demasiado explícita y poco sutil escena, en que Ralph destroza la ropa de la maleta de Julia con una navaja, dejando demasiado claro y demasiado pronto el carácter psicopático de su personaje, potenciado por la caricaturesca composición de MacReady, lo que desactiva con excesiva antelación parte de los mecanismos de la intriga subsiguiente.

A continuación, encontramos a Julia despertando en una habitación diferente que no reconoce (Lewis nos hace participar del desconcierto y desorientación del personaje con un plano subjetivo y circular alrededor del cuarto, intentando reconocer el lugar donde se encuentra, sin lograrlo). Seguidamente, Julia recorre la habitación en busca de pistas, fijándose en las iniciales marcada en los objetos y dándose cuenta de su clausura: solamente tiene un balcón que da a un acantilado sobre el mar encrespado (plano que Lewis repetirá en varias ocasiones, con intencionalidad anticipatoria).
Una sirvienta se dirige a ella como señora Hughes y Julia advierte una alianza de casada en su mano, comenzando a dudar sobre los motivos de su estancia en ese lugar. Tras la visita de los Hughes, que la llaman Marian y la tratan como esposa de Ralph, comprenderá la motivación del complot y de su encierro.
Ante sus quejas y gritos, los Hughes la hacen pasar por enferma mental y desequilibrada, necesitada de cuidados y reposo sin salir de la mansión.
Es aquí donde el film se emparenta con otros de la época, de similares tonalidades goticistas y parentesco argumental, tales como la Rebeca de Hithcock o Luz que agoniza, de Cukor. No faltan elementos característicos como la joven inocente, desasistida y sometida, los villanos vesánicos, el galán que intentará salvarla, un caserón con obtusos sirvientes, pasadizos, sombras, la presencia del violento mar, etc…
También aquí asistimos a la mascarada macabra y cruel de un hombre (junto a su madre, en este caso), haciendo pasar por loca a su esposa, en el ambiente opresivo de una mansión familiar, con omnipresente servidumbre y agobiante tutela.
Lewis se aplicará en este tramo central de la intriga en recrear una atmósfera desasosegante, intrigante, con elementos expresionistas: las sombras amenazantes en la pesadilla de Julia, su obsesión por hallar algún resquicio del que huir de la habitación donde la tienen recluida, sus intentos de encontrar ayuda entre los criados que la atienden (y vigilan, claro), la conversación entre madre e hijo que escuchará Julia al descender por las escaleras, etc… Consigue igualmente efectivas imágenes para escenificar el encierro y enclaustramiento de Julia (recurrentes planos de ella ante la verja de la mansión o ante la reja de la ventana, recurso del acabará abusando por repetición).

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Tras una conversación con Ralph, Julia descubrirá el motivo de su rapto y engaño: desean que sustituya a su esposa muerta, para luego hacerla morir presa de su locura. Tras ello, intentará infructuosamente escapar, oculta en el coche del vicario y sus acompañantes, tras una visita de éstos a la mansión de los Hughes. Sólo conseguirá recrudecer la vigilancia y las condiciones de su confinamiento. En otro intento desesperado de escapar, enviará al correo una carta dirigida a Dennis, en Londres, en una de las escasas ocasiones en que sale al pueblo, en un paseo en coche junto a Ralph y la enfermera.Tras encontrar un pasadizo que conecta su habitación con las estancias de los Hughes, Julia sabrá de sus intenciones respecto a ella, ya que planean asesinarla esa misma noche, sabedores de que ha enviado una carta pidiendo ayuda a Bruce. También conocerá que Ralph es el asesino de su esposa, en uno de esos raptos psicóticos del personaje que Lewis vuelve a poner en primer plano, subrayándolos, al mostrarle destrozando un cojín con su navaja. A esta altura del relato, Lewis va, poco a poco, desterrando la sutileza y elegancia de que ha hecho gala en la sintaxis de buena parte del film, echando mano de cierto apresuramiento y tosquedad expositivos como medio para desentrañar apresuradamente la intriga, flaqueando en los elementos más cercanos al cine fantásticos, falto de vena poética. Tanto los recursos argumentales para darle a conocer al personaje de Julia los motivos de la intriga como la recurrencia en explicitar los rasgos de la enferma personalidad de Ralph adolecen de excesiva facilidad, de fácil apoyatura en el trazo grueso.

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Tras un último intento en el que Julia simula su envenenamiento para lograr la visita de un médico a quien convencer para que la ayude, fracasada por la anticipación de los Hughes (harán pasar a un sirviente como médico, a fin de que Julia desvele sus intenciones), la intercepción del sirviente de los Hughes, enviado a Londres para recuperar la carta de Julia antes de que éste llegue a su receptor, desembocará en el rápido desenlace de la intriga.
Tras zafarse de la encerrona de los Hughes, quienes han preparado la escalera de la casa para que una caída le suponga una trampa mortal, Julia, a su vez, simulará su suicidio, aparentando arrojarse por la ventana de la habitación, cayendo en el rocoso acantilado bajo su balcón, cuando en realidad ha accedido a él por uno de los pasadizos de la casa.
Cuando Ralph vaya a cerciorarse de su muerte, incluso con intención de rematarla, será detenido y morirá al ser alcanzado por un disparo cuando intenta escapar de la policía, presente en el lugar junto a Dennis Bruce, para rescatar a Julia de su confinamiento.

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Una atropellada y oscura conclusión para esta intriga criminal, trufada de psicologismos y elementos folletinescos, narrada por Lewis con solvencia y acertada pegada visual, pero cuya coherencia se ve lastrada por una excesiva tosquedad en el retrato de las motivaciones de los Hughes, protagonistas y motores de la intriga, burda y repetitivamente retratados como perturbados (en especial, Raph, el hijo), cuyas razones son escamoteadas en gran parte por el relato. Se hubiera requerido algo más de tiempo y un guión más perfilado para dotar a los personajes de mayor profundidad y una humanidad menos esquemática, lo cual le hubiera dotado al relato de una mayor veracidad y potencia dramática, quedando para el recuerdo la estilosa puesta en escena de los más inspirados momentos, así como matizado trabajo de una Nina Foch, quien supera su habitual frialdad para lograr transmitir en sus alucinados ojos la soledad, el miedo y la angustia a que su personaje se ve sometido.

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En plena eclosión de la screwball comedy (el mismo director dirigió este mismo año 1937 la modélica muestra del género La pícara puritana, que le valió un Oscar al mejor director, en cuya entrega manifestó su agradecimiento por el premio, pese a haberse concedido por el film equivocado -refiriéndose a su predilección por éste Make way for tomorrow-) y del cine de aventuras coloniales, Leo McCarey dirigió uno de los films más a contracorriente del Hollywood clásico, una lúcida y humanista incursión en las desolaciones e incomprensiones propias de la vejez, basándose para ello en una desconocida novela de Josephine Lawrence.

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No puede decirse que el éxito acompañara al film en su estreno (la gente dio la espalda a una propuesta de semejante dureza temática, más dispuesta a la evasión lúdica que proporcionaban comedias o musicales) ni tampoco que el tiempo la haya puesto ante el público mayoritario entre las más destacadas muestras del cine de su autor, ensombrecida por el fulgor de maravillas como Sopa de ganso, Tú y yo o Las campanas de Santa María, pese a lo cual se revela como una gema olvidada del melodrama clásico, como una de las más depuradas muestras de la maestría de su autor.

Este excepcional melodrama se abre con un texto referente al sempiterno conflicto generacional entre padres e hijos, coronado con el cuarto de los mandamientos de la iglesia  –Honrarás a tu padre y a tu madre– (el marchamo católico del relato queda patente desde el inicio para estar presente en el desarrollo del mismo, con sutileza pero con claridad), hábil y sutilmente precedido por un plano celestial, entre nubes, para inmediatamente descender hacia el nevado hogar del matrimonio protagonista, los Cooper, una modesta casa familiar a la que vemos acudir a uno de sus hijos para una reunión familiar junto a sus padres y al resto de sus hermanos.

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En dicha reunión, los ancianos Cooper comunican a sus cuatro hijos (ante la ausencia de una de las hijas, residente en California) la pérdida de su casa hipotecada, pidiéndoles que les den acogida dadas sus dificultades económicas (el padre lleva varios años sin empleo, consecuencia de las estrecheces surgidas tras la Depresión, sutilmente presente en el ambiente general, como opresivo telón de fondo de la época).
De este modo, tras esta escena introductoria, teatral y emotiva, dolorosa pese al tratamiento levemente humorísitico al que la somete el director (el contrapunto humorístico lo pone el más joven y dicharachero de los hermanos), McCarey nos introduce en el conflicto: inmediatamente surgirán las reticencias e incomodidades de los hijos (y sus respectivas familias) ante la perspectiva de tener que acoger a sus ancianos progenitores, desahuciados de su hogar, desarraigados del lugar donde han vivido toda la vida.

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Así pues, el padre Bark (emotivo, algo histriónico Víctor Moore, insigne actor teatral en Broadway pero de discreta trayectoria cinematográfica) irá a vivir con su hija mayor Cora y su marido en la ciudad. Pronto le veremos aburrido y solo, tratado con desapego y dureza por su adusta y avinagrada hija, incluso cuando cae enfermo, solamente aliviado por su relación amistosa con un tendero judío que  le distingue con su cálida y comprensiva camaradería (actúando con ello en el relato como reflejo de la indignación moral del espectador ante la dejación moral con que los hijos tratan a sus progenitores, catalizador del rechazo que generan las situaciones).
Paralelamente, la madre Lucy (inconmensurable creación de la habitualmente secundaria Beulah Bondi, quien tenía 49 años en aquel momento) irá a vivir en casa de su hijo George (un Thomas Mitchell siempre convincente) en Nueva York. Pronto surgirán problemas de convivencia ante su presencia, dadas las refinadas costumbres de la esposa de éste, Anita (Fay Bainter) y la vida caprichosa y algo licenciosa de la hija adolescente de ambos, Rhoda, en plena edad del pavo. La abuela, pues, pronto será vista como un estorbo ante las visitas sociales de la pareja (dan elegantes y empingorotadas clases de bridge en casa en busca de aumentar los ingresos familiares) y causa de conflictos por la educación de la nieta (la esposa de George le recriminará su entrometimiento) e, incluso, con la sirvienta, quien debe renunciar a sus noches libres para quedarse a cuidarla, ante las frecuentes salidas de la pareja y la joven.

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Forzosamente separados, solos y desarraigados en sus nuevos hogares, ambos ancianos intentan resignarse y adaptarse a su nueva situación, apoyando a sus hijos e intentando servir de ayuda pese a las reticencias de éstos, contentándose con el contacto telefónico ocasional (McCarey canaliza nuestra incomodidad mediante las expresiones de extrañeza y rechazo de los invitados a las clases de bridge, obligadamente presentes en la sentida conversación por teléfono de la anciana con su marido).

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McCarey nos va narrando sus peripecias con elegancia, sobriedad y notable emoción, mediante una puesta en escena sencilla y sutil, lejos de subrayados melodramáticos, dejando recaer el peso de las escenas en el soberbio trabajo interpretativo del elenco actoral, especialmente de una Beulah Bondi en estado de gracia, capaz de transmitir soberbiamente la mezcla de calidez, inteligencia y desvalimiento de su personaje. A este respecto, excepcionales resultan las escenas en que el molesto ruido de su mecedora, en pleno trascurso de las clases de bridge de su nuera, denota, de modo suavemente metafórico, la incomodidad de su sobrevenida presencia y su inadaptación al nuevo ambiente o aquella otra en que, tras leer una carta con membrete de un asilo, la anciana se adelantará a su hijo, facilitándole el camino y sacrificándose generosamente por él (una vez más en su vida de dedicación abnegada), comunicándole su (inexistente) deseo de ingresar en dicho asilo de ancianos.

Ambos ancianos se verán abocados a seguir separados, incluso a vivir en otra ciudad, cuando Cora, decida enviar a su padre a California, donde reside la otra hermana, Addie, con la excusa de un clima más benevolente para su delicada salud y cuando George, presionado por su esposa ante la que claudicará pusilánimemente, y ante la negativa de su otra hermana a cumplir con sus obligaciones alicuotas, decida enviar a su madre a una residencia para ancianos de la ciudad (manteniéndoselo en secreto a su marido, en un último rasgo de generosidad de la mujer).

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Concedidas (a modo de último deseo antes de la ejecución) unas últimas horas para estar juntos en la ciudad, antes de su partida y (definitiva) separación, los dos ancianos pasearán del brazo por la misma, rememorando los cincuenta años de su matrimonio y confirmándose en su mutuo amor, para terminar en el hall del hotel donde celebraron, décadas atrás, su luna de miel, dejando de lado la cena familiar donde les esperaban sus hijos para la agria despedida (en un rasgo de emancipación inversa, de los padres respecto de sus desagradecidos hijos). Allí son tratados con deferencia por los empleados del hotel, invitados a cenar, pudiendo con ello disfrutar de una última velada y un último baile juntos (precioso el respectuoso momento en que la orquesta rectifica para volver a atacar un vals más acorde con la edad de la pareja, recién salida a la pista).

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Pese a la sordidez de su entorno familiar y la oscuridad del desolado futuro que les espera, este segmento está dotado de un inigualable lirismo (que por momentos recuerda al mejor cine mudo, a Chaplin, Borzage o el Murnau de Amanecer), de una sutil pero potente emotividad, llena de lucidez y comprensión de la naturaleza humana. Ante el desentendimiento desabrido y egoísta de sus hijos, la pareja celebra el único tesoro de su dificultosa existencia: su mutuo amor y respeto, el cariño compartido de una vida en común, más allá de fracasos e insuficiencias, lejos del fantasma de arrepentimiento alguno. En su periplo urbano, a modo de despedida vital, lleno de melancolía pero también de una serena felicidad, la anciana pareja recobrará (momentáneamente, ay) la dignidad e independencia perdidas, la dicha de la mutua compañía y comprensión.

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Finalmente, en el andén del tren, subvirtiendo el cliché romántico, ambos ancianos se despiden, víctimas de la imposibilidad de su amor, en este caso no por las dificultades del entorno social o las vicisitudes de la vida, sino por el desagradecido e inmoral desdén de sus propios vástagos, quienes prefieren anteponer su individualismo materialista y su deseo de status social al cumplimiento de sus (cristianas) obligaciones familiares.

Lejos de enfáticos subrayados o didactismos moralizantes, McCarey va conduciendo diáfana y sutilmente el relato, con una de esas transparentes puestas en escena que dejan descansar la verdad de lo contado en el rostro y en el comportamiento de sus excelentemente construidos personajes (y consiguientemente, en el trabajo de los actores que los incorporan), sin maniqueísmo ni apriorismo alguno.
Pocas veces se ha acercado el séptimo arte al mundo de la vejez y las relaciones familiares con tanta hondura y verdad, con tanta comprensión y generosidad hacia sus criaturas (inolvidable el personaje de esta madre capaz de sacrificarse y ayudar a su hijo, incluso en el trance en el que éste se decide a desacerse de ella), con mirada piadosa y humana de inmensa profundidad, no exenta del inexorable jucio moral.

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Considerada como una de las películas más importantes de su director,
The shining hour apenas se había podido disfrutar por estos pagos desde su lejano estreno, habiendo quedado relegada por otros títulos señeros de la obra del cineasta (Adiós a las armas, Deseo, Fueros humanos o Tres camaradas, tras la cual fue realizada en 1938).

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Se trata de una producción del mismo Borzage y Joseph L. Mankiewicz (productor antes que gran director, de joyas como Historias de Filadelfia, Furia o Tres camaradas, nada menos) para la Metro Goldwyn Mayer: un vehículo a la medida de una de sus más rutilantes stars, Joan Crawford, basado en una obra teatral de Keith Winter, presentada en Broadway en 1934.

El film se abre con un prólogo neoyorkino, jalonado con elementos de comedia sofisticada, donde conocemos el compromiso nupcial de una famosa y bellísima bailarina, Olivia Riley, conocida por su volubilidad y sus devaneos sentimentales, con el acaudalado y maduro granjero de Wisconsin, Henry Linden (un acartonado Melvyn Douglas en un oscuro papel), lo que ha provocado la pronta llegada del hermano menor de éste, David (sólido Robert Young), para interesarse por la situación y presentar sus reparos ante dicho enlace.
Borzage nos presenta a la protagonista estelar (una Joan Crawford en plenitud, en una personaje a su medida: una sufrida self made woman con orígenes bajos), bailando un bellamente coreografiado número musical (un vals de Chopin que recuerda ciertos musicales de la RKO, por ejemplo), ante la magnetizada mirada de David, recién llegado al club, anticipando la atracción que éste sentirá por ella, pese a una inicial discusión donde le expresa sus reticencias ante el amor que dice sentir por su hermano, tras ser objeto de burla  en una de esas fiestas snobs habituales en ese mundillo donde les consideran unos adinerados paletos.

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Después de dicho segmento preliminar, tras el enlace nupcial velozmente mostrado, el fim nos llevará al rancho familiar de los Linden en Wisconsin, recluyendo allí la acción, dejando claro el origen teatral del film, levemente aireado con el mencionado prólogo.
Olivia, forastera y ajena a la acrisolada solera familiar, será un agente desestabilizador en la placentera (y aburrida) vida familiar de los Linden.
Allí conoce al resto de la familia: Judy, la abnegada y enamoradísima esposa de David (intensa y emotiva Margaret Sullavan, predilecta de Borzage en aquella época, grandiosa actriz que fue reclamada para el papel por la propia Crawford) y Hannah, la hermana mayor, que desempeña un papel rector en la casa, vigilante guardiana de la tradición y el abolengo familiar, a modo de referencia materna para sus hermanos (Fay Bainter).

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Si bien la animosa Judy pronto se mostrará simpática y cercana con la recién llegada Olivia, Hannah pronto demostrará su animadversión hacia la esposa de su hermano, siendo continuas sus puyas verbales, los reproches desairados y los pequeños sabotajes cotidianos (lo cual llega a plasmarse prístina y gráficamente en una escena en que Olivia y Henry se besan a un lado y otro de un coche, situándose Hannah en medio de ambos, interponiéndose y obstaculizando el beso, metáfora de su posición como personaje).

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Así pues, Olivia, ante la displicencia de su despistado esposo, intentará superar el impacto de su irrupción desestabilizadora (su glamour y sex appeal causará sensación) e integrarse en la vida rural y familiar (se manifiesta deseosa de trascender su destino, alcanzando una vida de mayor prestigio social), con el apoyo de Judy y de su criada Belvedere (la inolvidable Hattie McDaniel en su sempiterno papel de sentenciosa criada negra), pese a lo cual pronto se sentirá fatalmente atraída por David, también enamorado de ella (las melodías al piano, ejecutadas por David en su honor, le sirven a Borzage para rememorar el pasado de lujo y glamour de Olivia, enlazándolo con el nacimiento de la pasión entre ella y David).
Incluso en una de sus primeras escenas en la casa, veremos a Olivia en labores de jardinera (ataviada con un provocativo y glamouroso modelito, eso sí, star system obliga), mostrando tanto su voluntad de esfuerzo en pro de la integración como la postergación subalterna a que la idiosincrasia del lugar (y de la familia que lo rige) la relega.

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Pronto el matrimonio proyectará su futuro en común mediante la construcción de una nueva mansión anexa a la familiar, foco máximo de la animadversión de Hannah, quien, lejos de aminorar su rechazo a Olivia, lo va aumentando y sublimando, llegando al paroxismo obsesivo con su fijación por la futura casa.

El segmento central del fim transcurre, apoyado en los acerados diálogos y la lúcida y sólida construcción de los personajes, entre los muros de la por momentos opresiva mansión familiar, presidida por la suspicacia permanente de Hannah ante Olivia y a la cada vez más evidente atracción entre ésta y David (metafórica carrera a caballo por el monte, síntoma del desbordamiento pasional próximo) y por la callada y dolorida mirada de Judy, también atenta a la atracción de su marido por la huésped.
Borzage se encarga de mantener viva la tensión, con una tersa y convincente puesta en escena, con notable pulso y una afilada sutileza, apoyado en las contundentes prestaciones del notable reparto.

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Inexorablemente, las cada vez más tensionadas relaciones entre los personajes llegan al clímax en una larga noche catártica (prefigurando, salvadas las distancias, ciertas obras de dramaturgos posteriores, como Tennessee Williams), cuando la familia celebra una fiesta de honor del matrimonio, con invitados de todo el condado.
Finalmente, la incipiente y reprimida atracción entre Olivia y David cristalizará. Se besarán a hurtadillas, apartadamente, tras un incidente de ella con un invitado a la fiesta (el trompetista aficionado con el que traba amistad a su llegada al lugar, quien se extralimita intenta obtener de ella favor sexual – siempre el fatal retorno de ese perfil del que pretende escapar con su nueva vida-), provocando la desesperada y apasionada reacción de Judy, quien, tras renunciar a su esposo ante Olivia en un emocionado y veraz parlamento (prefiere que sea feliz a que siga a su lado, en una demostración de altruista y verdadero amor por él), se intenta quitar la vida inmolándose entre las llamas del recién provocado incendio de la inacabada mansión de ambos (metáfora del incierto futuro y endeble armazón del matrimonio), provocado por una arrebatada y alucinada Hannah (aquí Fay Bainter abandona su proverbial contención, incurriendo en un excesivo e inesperado histrionismo), ardiente de incontenibles celos (Borzage no se corta a la hora de reflejar la naturaleza filoincestuosa de la relación con su hermano Henry, en una de las aristas más jugosas y sorprendentes del relato).

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Finalmente, en esa hora radiante del nuevo amanecer a que alude el título del film, tras una larga y tempestuosa madrugada, se impondrá un retorno al orden, una recomposición tras el tornado emocional al que se han visto sometidos los personajes, que llevará a David a reconocer el inmenso y verdadero sentimiento de Judy (no olvidemos, su enamorada desde la infancia), a Olivia a abandonar el lugar en pos de otro horizonte más acorde, seguida por un (por fin) avisado Henry, dispuesto a luchar por su amor, tras el arrepentido beneplácito de Hannah.

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El futuro que se abre ante ellos, sin embargo, no deja de ser ambiguo, pues Borzage lo deja abierto. ¿Se mantendrá ese retorno al orden con unos personajes que se han reencontrado consigo mismos? ¿Reverdecerá el brote pasional que les desestabilizó, a la mínima ocasión de su futuro reencuentro? ¿Pesará sobre ellos la sombra de lo sucedido, impidiéndoles un futuro de felicidad?
Muchas son las incógnitas que se abren ante los personajes de este excelente drama pasional, lúcida y penetrantemente dirigido por Borzage.

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El film se abre con una primera escena, situada en un embarcadero, en la que, en una lejana toma general, asistimos a lo que parece ser una ruptura sentimental. Ese tono sombrío y melancólico marcará el desarrollo de este contenido drama, ambientado en una localidad costera de Maine, entre gentes que se dedican a las labores del mar (pescadores, langosteros y sus allegados), inscribible en una tradición cinematográfica que ha dado notables obras, desde Tener y no tener , Capitanes intrépidos o Moontide, hasta la más reciente La tormenta perfecta, demostrando que el mar como territorio salvaje y hostil, como escenario turbulento donde encuadrar y potenciar metafóricamente a los personajes y sus relaciones, ha sido siempre un paisaje fructífero y jugoso, susceptible de un alto aprovechamiento dramático.

Poco a poco, de manera pausada y algo premiosa, Deep waters, producción de la Fox, basada en una desconocida novela de Ruth Moore y puesta en las veteranas y solventes manos de Henry King, nos va introduciendo en la vida de la pequeña población costera en que se sitúa y especialmente, en la del reducido núcleo de personajes protagonistas, retratados a modo de peculiar grupo familiar: un modesto langostero, Hod Stilwell (sobrio y convincente Dana Andrews, como de costumbre) y su socio y compañero de fatigas de origen portugués, Joe Sanger, contrapunto bienhumorado y animoso de los protagonistas, siempre imaginando negocios en tierra (patatas, visones, …) que nunca llevará a cabo (ajustada creación del ex-galán hispano César Romero, en un papel que parecería destinado a un Anthony Quinn); la novia del primero, Ann Freeman (bisoña pero encantadora Jean Peters, en su segundo papel cinematográfico), en cuyo trabajo como trabajadora social debe responsabilizarse de un niño huérfano, conflictivo e inadaptado, Danny Mitchell (encarnado por un Dean Stockwell en su etapa de actor infantil, pintiparado para este tipo de papeles, como se verá ese mismo año en su emblemático papel en El muchacho de los cabellos verdes, de Losey), hijo y sobrino de marineros fallecidos en alta mar, compañeros a su vez de Hod y Joe en los viejos tiempos.

Así pues, en su labor como trabajadora social, Ann dejará al pequeño Danny, tras varias escapadas de otros hogares de acogida y numerosos episodios conflictivos, en casa de la señora McKay (la siempre excelente secundaria Ann Revere, en uno de sus papeles de amargada sufridora, dura pero de buen corazón), quien deberá encargarse de su educación y encauzamiento disciplinario.
Tras conocer casualmente a Hod, Danny comenzará a navegar y pescar ocasionalmente con él y su socio Joe, logrando incluso pescar un halibut de gran tamaño en su primera incursión marina, surgiendo entre ellos una gran amistad de raigambre paterno-filial (en la estela de la que mantenían Manoel y el chaval en Capitanes intrépidos) que, por primera vez, logrará crear vínculos afectivos en el chaval, quien empezará a sentirse integrado y querido, pese a la severidad bienintencionada con que es tratado por la señora McKay.

Paralelamente, el film nos cuenta los vaivenes de la relación sentimental entre Hod y Ann, quienes se profesan sincero amor, pero entre quienes se interponen sus diferentes prioridades y estilos de vida. Mientras él es un amante de su vida marinera y no alberga mayores ambiciones, ella desearía una más cómoda vida y diferente profesión para su amado, influida por el ambiente y telón de fondo de la localidad en que viven, donde son numerosas las familias que han padecido la desgracia de perder a alguno de sus miembros en alta mar (un halo fatalista y amenazador sobrevuela a los personajes, pero King no es capaz de ponerlo en escena con la suficiente corporediad fílmica, con la presencia que requerían el relato y los personajes, excepto en la escena del premonotio y desasogante funeral con que se cruza Ann).
Los temores y reproches de Ann llevarán a Hod a probibirle a Danny que siga acompañándoles a pescar y a intentar romper amarras con él, lo cual provocará la despechada huida del chaval en una barquichuela mar adentro, hacia Boston, justo cuando Ann y la señora McKay le preparaban una fiesta de cumpleaños sorpresa, dando lugar al climax dramático del film, ya que Hod y su socio deberán salvar al muchacho de una segura muerte en plena tormenta (escena narrada por King de manera confusa y atropellada), para devolverle sano y salvo al hogar de la señora McKay. Sin embargo, cuando la normalidad parecía recuperarse, Danny será acusado de haber robado una cámara de fotos para su posterior empeño, en vistas a obtener algo de dinero para su aventurera huida, lo cual dará con su condena a ingresar en el reformatorio.
Tras lo que parece la descomposición del mismo, el desenlace del film nos llevará a la recomposición del núcleo, ya que Hod, tras descubrir que el pequeño Danny está en el reformatorio, logrará excarcelado gracias a la ayuda de un político local amigo (Ed Begley), solicitando adoptarle y perdonando el desliz del muchacho, en un clásico esquema de culpa-arrepentimiento / perdón-redención, tras darse cuenta de que se trata de uno de los suyos, de su estirpe, tal como se lo refiere a Ann al darse cuenta de sus sentimientos, intentando, a su vez, convencerla y ahuyentar sus miedos: ‘Donny es hijo de pescador, la pesca está en su sangre».

En la canónica escena final, después de que el juez le conceda a Hod la custodia de Donny, vemos a los personajes, a los que se suma Ann, tras asumir la personalidad de su amado Hod y superar sus dudas (ese miedo al mar que le achaca Hod: «Te aterroriza el mar»), montando en su barcaza, dirigiéndose hacia un despejado y armónico horizonte, en un final abierto pero positivo y feliz.
King nos ha ido mostrando de manera pausada y reposada las relaciones y motivaciones de este pequeño grupo de personajes, centrándose especialmente en el personaje de Danny, cuya orfandad y sentimiento de soledad, y su lucha por la integración mediante el descubrimiento del referente paterno del que no ha podido disfrutar en la figura de Hod parecen ser lo que más interesa a King del relato (más, sin duda, que la relación sentimental, apenas esbozada y prendida con alfileres, siempre en un plano secundario). Asimismo, el pesaroso y neblinoso ambiente de la ciudad, la fatalista llamada del mar, su ineludible influencia, reflejados en la fotografía del gran Joseph LaShelle, parecen influir en la ofuscada actitud de los personajes pese a su carácter positivo y fuerte, marcando sus derroteros, hasta llegar a la abierta y más luminosa conclusión.
Esa misma pesadumbre parece influir también en el director, quien, pese a los nobles y poderosos mimbres de que disponía en este melodrama, no es capaz de superar un cierto tono monocorde, una átona morosidad narrativa que impide al espectador la conexión que pretende el relato, sobria y competente narrado, con sólidos personajes e interpretaciones, pero falto de punch narrativa y de pegada emocional.

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Stranded (algo así como Los naúfragos o Los desechos, traduciendo literalmente el título original) fue la segunda película realizada por Borzage para la Warner Bros., cuando ya era un director de reconocido prestigio tras sus excelentes Adiós a las armas, Fueros humanos o Little man, what now?, además de su trayectoria en el mudo.
Con un guión basado en el relato Lady with a badge, de Frank Wead y Frederick Reyher, escrito por el luego notable director Delmer Daves junto con Carl Erickson, el film destaca por una mayor incidencia en la temática social, característica identificatoria de la productora, además de por el protagonismo, nuevamente, tras la anterior Living on velvet, del dúo formado por Kay Francis y George Brent.

La acción del film nos sitúa en el San Francisco de la época, en plena crisis social post-Depresión. Allí nos encontramos con una joven idealista y altruista, Lynn Palmer (carismática Kay Francis, dominadora del film, en una matizada composición que alterna magnetismo y dotes de comediante), quien trabaja para una organización asistencial y benéfica, llamada Travelers Aid (algo así como la Oficina de Ayuda al Viajero) y se ocupa de asistir y ayudar a transeúntes, viajeros, extranjeros, inmigrantes, vagabundos, etc…
En la presentación del film la vemos en plena faena, dedicada a su agridulce labor, atendiendo a una niña que viaja sola en el ferrocarril o a un anciano que solicita ayuda y acaba suicidándose al darse cuenta que le han enviado a una entidad caritativa. Con toques de humor y un tono ligero, dicho prólogo nos introduce en la actividad, agridulce y dura, de Lynn, quien tan pronto logra gratificantes y beneficiosos éxitos como dolorosos y trágicos fracasos.

A la oficina donde trabaja Lynn, en la estación, acude Mark Hale (convincente y animoso papel del habitualmente estólido George Brent), ingeniero jefe del puente que se está construyendo en la bahía (el Golden Gate, se construyó entre los años 1933 y 1937) , quien resulta ser un antiguo noviete de adolescencia de la sorprendida Lynn, el primer hombre de quien recibió un beso (de ahí el título en España del film, Su primer beso).

Tras un primer contacto entre ambos, marcado por la chispa y el choque brusco propio de toda comedia romántica, su relación romántica se convertirá en el eje argumental del film., especialmente a lo largo de una frustrada cita que se alarga durante toda una noche, los altibajos de la relación sentimental comenzada por ambos será la base del film.
Dicha relación se verá marcada por las diferentes concepciones sociales que ambos encarnan, trasunto del debate socio-político de la época Roosevelt entre un mayor intervencionismo asistencial y keynesiano (encarnado en el film por la altruista Francis) y el liberalismo individualista tradicionalmente capitalista (encarnado por el self-made man que incorpora Brent), además de por la modernidad de la libre actitud del personaje femenino, quien se niega a abandonar su trabajo y dedicarse al hogar.
Dicho debate dota a la película de una gran modernidad y sorprendente actualidad, en esta época de crisis económica y omnipresencia de las contemporáneas organizaciones humanitarias y no gubernamentales.

La reconciliación entre ambas líneas se producirá cuando los problemas en la construcción del puente, cuya dirección detenta Mark Hale, creados por la mafiosa extorsión y los sabotajes (introducen alcohol en el trabajo, provocando accidentes, y manipulan a los trabajadores en contra de Hale) provocados por una autodenominada Asociación de Constructores cuyo jefe es un tal Starkey (sólido Barton McLane, habitual en estos broncos papeles), necesiten de la intervención de Lynn y la ayuda de personas agradecidas por haber sido ayudadas por ella en su labor asistencial para solucionarse.

Finalmente, la reconciliación amorosa de ambos se producirá, paralelamente a la feliz conclusión del conflicto laboral, metáfora de la necesaria unión y colaboración de todos, más allá de diferencias ideológicas, paso necesario para la superación de la crisis económica y social producida por la Depresión.

En apenas 75 minutos, Borzage nos cuenta, con buen pulso y ritmo, el romance entre ambos protagonistas, con momentos de notable chispa romántica (punto fuerte característico de Borzage) , especialmente gracias a la magnética composición de Kay Francis, además de un lúcido recorrido por el panorama social de la época, con el telón de fondo de vagabundos, prófugos, parados o inmigrantes, característico de la época de crisis en que fue realizado.
Pese a la dureza de dicho panorama, Borzage sabe insuflarle al relato un tono optimista, luminoso, con fe en el futuro de su país, quien será capaz de  salir de los apuros que atraviesa, gracias a la conciliación entre capital y trabajo, al trabajo conjunto de sus ciudadanos, más allá de diferencias sociales, opciones ideológicas, diversas procedencias.

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Pese a que el cine fantástico y de terror de los años 30 (especialmente el de la Universal) ha sido convenientemente estudiado por los aficionados, todavía quedan figuras ensombrecidas por los refulgentes nombres de los Browning, Whale, etc…, directores injustamente olvidados y condenados al desconocimiento mayoritario de su obra, que permanece en gran parte en una injusta penumbra.
Un caso sangrante de este tipo es el de Victor Halperin, quien junto a su hermano Edward fundó una productora en los años 20 y tiene una notable filmografía. Guionista y productor, además de director, Halperin ha quedado en los anales como firmante de White zombie (La legión de los hombres sin alma),  pero cuenta en su haber con otros títulos de interés, así como de otros muchos que permanecen inaccesibles al público cinéfilo.

Producida para la Paramount en el año 1933, Supernatural es una pequeña joya, llena de fuerza lírica, elegancia y estilo, notable muestra de la categoría artística de su director, y uno de los más sentidos y extraños acercamientos al mundo del esoterismo vistos en una pantalla.

La película viene encabezada por tres citas escatológico-religiosas a cargo de Confucio, Mahoma y San Mateo, que nos sitúan ya en el contexto esotérico y mistérico de la narración, pero sin concretarlo en ninguno de los credos religiosos mayoritarios.
Su prólogo nos presenta a Ruth Rogen (Vivianne Osborne), convicta por tres asesinatos por estrangulamiento, mediante un ágil, sincopado y modernista montaje de recortes de prensa, primeros planos, sobreimpresiones y escenas dramáticas en un juicio, con especial énfasis en sus terroríficas y letales manos (un inserto nos las muestra destrozando con saña una taza metálica, metáfora de su maldad y capacidad para matar, que veremos repetirse a lo largo del film) y un tono que no sería entendible fuera de la libertad moral propia del cine de la época pre-code.

El doctor Houston (convincente y ajustado H.B.Warner, secundario de lujo de la época) pretende, ante el alcaide de la prisión donde ella se encuentra, que su cuerpo le sea donado para sus experimentaciones científicas, pues está convencido de que ha obrado poseída por un espíritu ajeno e intenta probar que ciertos criminales ajusticiados obran bajo influjo o dominados por el alma errante de anteriores malhechores, como en el caso que le ocupa.

Seguidamente, el relato nos lleva a conocer a Paul Devian (Alan Dinehart, desconocido pero convincente actor al que encuentro un desconcertante parecido con Laird Cregar en algunos momentos), a quien vemos realizando una mascarilla de escayola a un cadáver en un velatorio (sugerente y bizarra escena que más parece un fantasmagórico y malsano ritual, en apariencia) y de quien pronto sabremos que se trata de un espiritista embaucador, relacionado con el personaje de la asesina Rogen, que pretenderá realizar una de sus mascaradas fraudulentas a costa de la hermana del difunto, Roma Courtnay (Carole Lombard en una dúctil y carismática composición que salta de un impávido hieratismo al tono alucinado y tremendamente expresico de la parte en que está poseída por el espíritu de la otra mujer, en una muestra su inconmensurable talento interpretativo, no sólo en el terreno de la comedia en el que pronto destacaría como estrella), joven y rica heredera, quien acaba de perder a su hermano mellizo, víctima de la estranguladora Rogen, quien no es otro que el cadáver de quien Devian obtenía la mencionada mascarilla.
La presentación del personaje de Devian ya lo connota de manera negativa, destancando su furtiva entrada en el velatorio, entre sombras, con el rostro cubierto y en escorzo, situación que no varía hasta que el personaje regresa a su casa, a su guarida criminal.

A continuación, Roma, junto a sus acompañantes, regresa a la mansión tras el funeral de su hermano (maravillosa escena en la que la Lombard, solemne y enlutada, asciende escaleras arriba, ocultando el rostro tras un velo: casi parece más una novia de luto, que otra cosa), donde la vemos velar su memoria, en su cuarto, en un imposible intento de reificación del difunto hermano, mediante la, en cierto modo también espectral y misteriosa, escucha de su voz, grabada en unos discos domésticos, con el acompañamiento de algunos objetos (las zapatillas traídas por el perro, por ejemplo).

Esta primera parte está narrada por el director de manera pausada y naturalista, sin excesos atmosféricos ni grandilocuencia alguna, procediendo a la presentación de los personajes, con leves incrustaciones de comedia (todo lo referente a la casera borracha del personaje de Devian o al personajes de zafio administrador de la familia, por ejemplo). Los escenarios podrían ser los de cualquier drama familiar o comedia de la Paramount de la época: sobriamente lujosos o discretamente menesterosos, de manera acorde a los personajes.

Tras recibir una carta y trabar contacto con el médium, Roma, junto a su prometido Grant (jovencísimo y efébico Randolph Scott), acude a una cita con él, donde tendrá lugar una presunta aparición desde el más allá de su hermano John, montada, por supuesto, fraudulentamente por Devian. Resulta lograda y simpática la escena de los prepatativos artesalmente mecanicistas de los algo pedestres trucos previos a la mascarada y a la visita de la pareja a la casa de Devian, así como la grandilocuencia litúrgica que éste lleva a cabo en su primer trance fraudulento, ante la anhelante mirada de Roma y el comportamiento escéptico de su novio Grant.

Paralelamente, el doctor Houston realiza sus experimentos radiológicos con el cadáver de la asesina Rogen, en lo que supone una de las escenas más impactantes del film, cuando es interrumpido por la pareja en su laboratorio, ante la bizarra presencia artificialmente animada de la muerta, galvanizada momentáneamente por este mad doctor de la estirpe del Dr. Frankenstein, sufriendo espasmos y ráfagas de aparente vida, que recuerdan subrepticiamente, con soterrada ironía, su ajusticiamiento en la silla eléctrica. Allí, Roma sufrirá un primer intento de invasión por parte del espíritu de la difunta Rogen: la brisa helada que irrumpe en la estancia premoniza la presencia sobrenatural y espectral de la metafisicidad de la asesina muerta, dejando en Roma unas marcas en el cuello que recuerdan el sello vampírico (otro mito del terror muy cercano y presente en el cine fantástico de la época: recordemos que el Drácula de Browning es casi coetáneo).

Finalmente, tras una nueva sesión de espiritismo (que se abre con un majestuoso travelling desde un plano general de la sala hasta el primer plano del rostro del espiritista, mientras declama su protocolaria alocución introductoria), el espíritu de la difunta Rogen se introducirá en el cuerpo de Roma, infligiéndole una notable transformación, magistralmente modulada y transmitida por la matizada interpretación de la Lombard, tras lo cual buscará vengarse del mentalista estrangulándole en la que fuera casa de la Rogen y luego en su yate, en lo que este cree un flirteo seductor, hecho que será evitado in extremis, aunque éste morirá accidentalmente mientras intenta huir de sus perseguidores, ahorcado y colgado tras quedar paralizado y aterrorizado por la risa fantasmal del espectro de la Rogen y el halo gélido que la acompaña; tras todo lo cual el espíritu de la Rogen abandonará el cuerpo de Roma, quien permanece al lado de su amado, con una dichosa vida en común por delante, acompañados y bendecidos por la brisa ultraterrena, trasunto del hermano muerto, que hace mover con suavidad una revista en la mesa.
Este poético final, aunque logra cerrar con acierto la narración, resulta, tal vez, algo moroso y alargado, duplicada la escena de seducción y muerte entre ambos, estancando así, siquiera un poco, el intenso desarrollo de la historia hasta el momento.

En suma, una historia de gente que desea trabar contacto y volver a hablar con sus seres queridos que ya no están, de espíritus errantes que buscan un cuerpo mediante el que llevar a cabo la venganza que les quedó pendiente, de científicos obsesivos que intentan aislar el espíritu criminal extrayéndolo del cuerpo de los muertos, de impostores que juegan con espíritus en los que no creen para acabar fatalmente pagando por ese atrevimiento, donde resulta evidente la toma de postura a favor de la creencia en la sobranaturalidad ultraterrena, no así en la impostura que se sirve arteramente de ella y que el film denuncia, que el personaje del doctor Houston llega a verbalizar de este diáfano modo: “No hay duda que hay vida después de la muerte, lo que es difícil es lograr la comunicación”.

Narrada en algo más de 60 minutos, con gran mimo, inventiva visual y detallismo observador (abundan los insertos y los primeros planos en la sintaxis del film, en un intento de acompañar a cada personaje de un gesto característico e identificatorio, una especie de epíteto visual -el anillo de Devian, la taza estrujada por las manos de la Rogen, los ojos y el ademán de llevarle las manos al cuello de Roma, etc…) Halperin nos va introduciendo en la historia, para echar el resto en las escenas de mayor hálito fantastique, donde la inclusión de lo sobrenatural va acompañada de la búsqueda de una adecuada atmosferidad de raigambre expresionista, deudora del no tan lejano cine silente. Un ejercicio de estilo que comparte estética y preocupaciones con algún cineasta de la época, como Ulmer o el tándem Cooper & Schoedsack y cuya influencia posterior puede rastrearse en otros cineastas malditos como Albert Lewin, sin ir más lejos.

Pese a cierto ingenuismo naif propio de la época, el film mezcla inteligentemente estilos y abunda en detalles destacables por su poder de sugestión y creatividad estética y visual, destacando por el empleo de unos notables efectos especiales, arcaicos sí se quiere dada la fecha de producción, pero tremendamente efectivos. De igual modo, destaca el certero y conciso pulso narrativo del que hace gala y la atención casi fetichista con que se tratan muchos de los objetos que aparecen, siempre con voluntad metaforizante, connotando a los personajes: el anillo que permanentemente manipula el espiritista, portador de un veneno oculto que suministra a sus víctimas, los ingenios mecánicos de la tramoya preparatoria de la primera mascarada, la rima identificatoria del gesto de estrujamiento del vaso por parte de las dos mujeres, tanto en la asesina como en la Roma por ella poseída (estilema que le hace guardar un cierto parentesco con Las manos de Orlac), esa brisa helada que acompaña a la irrupción de la sobrenaturalidad y que obliga a Roma a acariciarse el cuello, el perturbador y amenazante retrato de la difunta Rogen que hay en su apartamento en la parte final (guiño recordatorio al Dorian Gray de Wilde, y también de Albert Lewin, tal vez), la maqueta de barco que se rompe en la tienda, advirtiendo a Grant del lugar donde encontrar al espiritista y a Roma, etc…

Quizás entre la filmografía de Halperin que aún desconocemos haya alguna joya más de este calibre, pero Supernatural ya bastaría, junto a White Zombie, para situarle alto en el escalafón del cine fantástico de los años 30.

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Drama con ribetes de cine negro y notables dosis de fatalismo, dirigido para la Fox por el cineasta de origen rumano, Jean Negulesco (quien ya llevaba varios títulos notables dentro del cine negro –La máscara de Dimitros o El parador del camino– y el melodrama –Belinda, Humoresque-, para luego convetirse en el rey de la comedia romántica en technicolor –Creemos en el amor, Cómo casarse con un millonario-) , situado en el mundo de las carreras de caballos, se centra en la relación de un veterano y problemático jockey y su pequeño hijo, siempre huyendo por media Europa, por su vinculación a numerosos apaños y tongos y su tempestuosa relación con mafiosos apostantes, ávidos del soplo que les de ventaja.
Utilizando el marco del deporte y la competición para retratar a este baqueteado personaje, cuya tensión entre la marginalidad social y su lucha por abandonarla para alcanzar un porvenir más saneado terminarán en la obligatoriedad de elegir entre el apaño criminal que le llene los bolsillos de dinero sucio y la profesionalidad, con la consiguiente admiración de su hijo. Esta relación paternofilial recuerda en ocasiones a otros títulos centrados en el mundo del deporte (el boxeo en este caso, como The champ, de King Vidor; paralelismo que se ve reforzado por el protagonismo de Gardfield, quien también encarnó en su carrera boxeadores como el de Body and soul, de Rossen, y que se manifiesta en varias escenas que se sustancian en una pelea a puñetazos entre el protagonista y los malhechores que le acosan.).
Gardfield, que ya había trabajado con Negulesco en Humoresque, se encuentra aquí en la madurez de su carrera, dos años antes de fallecer a causa de un ataque cardiaco, provocado quizás por el acoso al que fue sometido por el dichoso Comité de Actividades Antiamericanas de McCarthy, compone un sobrio, tenso y algo sombrío personaje, cargado de fatum, en lucha por huir de su pasado y no perder la mirada admirativa de su hijo.
Huido de Italia, llegado a un París estereotipado (esos cafés y cabarets nocturnos, poblados por arquetípicos existencialistas con barbita y rodeados de humo y glamourousas cantantes con vocación de vampiresa), intentará, mediante la compra y doma de una caballo brioso y díficil y su posterior monta en el Grand Prix, dar el golpe de gracia, el salto que le permita situarse y tener un porvenir con su hijo y con una magnética y bella cantante nocturna, con algún rasgo similar a Edith Piaf, encarnada por Micheline Presle, actriz-cantante famosa en Francia (Falbalas, Le diable au corps,…) efímeramente importada a Hollywood por Zanuck (no consiguió el triunfo y regreso pronto a su Francia natal), pero la reparición en escena de la banda de mafiosos que le persiguen (buen trabajo de composición del secundario Luther Adler encarnando al jefe de la banda) abortará sus planes.


La relación paternofilial es la base del film, centrado en sus detalles y complicidades (ese curioso gesto frotándose la nariz, común de padre e hijo, que se repite a lo largo del film, como rima cómplice que une sus personalidades), así como el retrato cómplice de ese sombrío y bronco personaje que intenta superar, sin conseguirlo, su deriva fatal y la mirada al mundo de las carreras de caballos, llena de respeto a los jockeys (estupendo retrato del jinete amigo de Gardfield) y crítica con la miseria moral que caracteriza a sus aledaños criminales. En ello radican las mejores bazas del film que, pese a un tono sólido y ocasionalmente vigoroso, no logra alcanzar las cotas dramáticas que cabría esperar, teniendo en la escasa fuerza de la relación sentimental (el hieratismo de Presle no ayuda) y en las improbables escenas de Gardfield como jockey, montando a caballo, sus elementos más débiles.

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Western moderno, drama familiar con ribetes de cine negro, Hathaway firmó esta adaptación de Simenon para la Fox, en 1956.


El retorno del pasado, encarnado en un hermano fugitivo y algo desequilibrado, al seno de una acomodada familia, poseedora de un rancho en la frontera de Arizona con México es la excusa argumental del film, cuyo núcleo es el proceso de conocimiento y reconciliación de los dos hermanos, el dilema moral que tendrá que solventar el hermano mayor (ajustado pero algo envejecido Joseph Cotten), apoyado por su esposa (estupenda Ruth Roman, gran actriz poco reconocida pese a los numerosos títulos notables que atesora en su filmografía), escindido entre la fidelidad a su status social y el mantenimiento de la imagen de triunfador de la que disfruta en la localidad (prestigioso abogado y asentado ranchero), entre la preeminencia hipócrita de su estabilidad social y familiar (pese a que esta se encuentra agrietada por el fantasma de la infelicidad e incomunicación conyugal, debido a la esterilidad de la pareja) y la reconciliación y ayuda a su prófugo hermano, huido de la cárcel en la que ha pasado cinco años por culpa de una reacción violenta causada por su carácter psicótico y su adicción al alcohol (el habitualmente blando Van Johnson, creíble, en uno de los más destacados papeles de su carrera).

Todo ello, enmarcado en un medio natural hostil, exacerbado, ya que la frontera (lugar moral más que otra cosa, como es habitual en el género, enclave propicio a la encrucijada vital, a la decisión al filo) es infranqueable debido a la crecida del río, lo que imposibilita la huida, la redención, la nueva vida que espera en México, donde espera la familia. Resulta destacable el uso de la feracidad de la naturaleza, las torrenciales lluvias que asolan la ciudad como metáfora de los turbulentos procesos a que se ven abocados los personajes, especialmente, en el desenlace final cuando ambos hermanos intentan cruzar el río, sin conseguirlo, pero logrando la verdadera finalidad de su escapada, la redención personal, el reencuentro con sus raíces y su pasado.
Hathaway narra con potencia y buena mano este drama familiar, ayudado en una notable fotografía en magnífico scope y color, firmada por Lee Garmes, y adornado con excelentes y acerados diálogos (algo presumible dado el notable origen literario), logrando uno de sus mejores films de madurez, pese a que él mismo no la recordara con especial cariño y no estuviera especialmente contento con sus resultados. El equilibrio entre la tensión y potencia de las escenas íntimas, de enfrentamiento familiar en interiores y el vuelo dramático de las escenas en exteriores, cuando los personajes huyen e intentan encontrarse (magnífica escena de la huida del personaje de Van Johnson, a punto de ser atropellado por el tren y despertado por el mismo tras haber caído en una cuneta) está logrado y confiere al film de una gran potencia dramática y solidez.

IMDB

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Con la eclosión de lo que se dio en llamar nuevo cine español, en los años 1962-1964, hicieron su debut en el cine un notable número de directores (Camus, Eceiza, Picazo, Regueiro, Martín Patino, Jorge Grau, …), alguno de los cuales ha tenido una larga y, más o menos, abundante carrera en el cine nacional. No fue ése el caso de uno de los miembros en su momento más destacado del mencionado grupo, Julio Diamante, quien tras debutar en 1962, con Los que no fuimos a la guerra, film fundacional de la generación junto a Noche de verano, de Jorge Grau, vio declinar su carrera tras sucesivos problemas con la censura y el fracaso de algunas de sus siguientes obras, tales como El arte de vivir; derivando su actividad hacia un cine más comercial, también sin éxito alguno (Sex o no sex), y posteriormente, hacia el documental, la televisión o la docencia académica en la E.O.C.

Sin embargo, su segunda obra, Tiempo de amor, producida por Época Films y co-escrita con su esposa y colaboradora, Elena Sáez, pese a no ser tan conocida popularmente como otros films de la época, de parecida temática y tratamiento (La tía Tula, El buen amor, Nueve cartas a Berta), me ha parecido siempre una de esas joyas ocultas y minusvaloradas del cine español.

Con una palpable influencia del mejor cine europeo de la época (pienso en los primeros títulos de Louis Malle, Zurlini o el Ermanno Olmi de Il posto o I fidanzati, más que en otros grandes nombres de la nouvelle vague o el cine italiano), se acoge a una fórmula habitual de la época en aquellas cinematografías: el relato compartimentado en varias partes independientes, separadas argumentalmente, pero unidas por un mismo tono narrativo y una similar intención y marco temático (recordemos títulos como L’amore in cittá o I mostri, entre otros muchos). No en vano, dicha construcción era también familiar y presente en la literatura española de posguerra (estoy pensando en referentes como, salvadas las distancias, La colmena, de Camilo J. Cela, o La noria, de Luis Romero, entre las que conozco).

Mediante un acercamiento sincero y verista, cercano en algunos momentos a cierto behaviorismo realista vigente en la época (recordemos, por ejemplo, El Jarama, de Sánchez Ferlosio o las primeras obras de Martín Gaite, Aldecoa, Fernández Santos…) el film nos narra tres breves relatos, cíclica y elegantemente encadenados, centrados en figuras femeninas de la época, en sus deseos relaciones sentimentales, en la influencia que en ellas tiene el limitado y gris contexto social en que se desarrollan: la España de la época.

En el primero de ellos, titulado «El atardecer», el protagonismo recae en una pareja de novios, la formada por Alfonso (ajustado Agustín González), empleado de banca y sempiterno opositor a la Administración, y Elvira (maravillosa Julia Gutiérrez Caba, imposible mayor intensidad y concisión expresiva). Tras más de una década de relaciones, la pareja cifra sus esperanzas de futuro y sus posibilidades de matrimonio en el éxito en dichas oposiciones, lo cual se verá frustrado cuando él no llegue ni siquiera a presentarse a las mismas. Les vemos en su devenir cotidiano por un grisáceo Madrid de añejos cafés, aburridos cines y plomizas aulas universitarias y oficinas, caracterizados por una agobiante abulia.
La inalcanzable meta del matrimonio, trasunto de la respetabilidad social, la apertura al sexo y la pérdida de la virginidad, irá paulatinamente causando en el personaje de Elvira un creciente desososiego y ansiedad, hasta alcanzar el momento catártico de su pequeña crisis nerviosa en el cuarto de baño de la oficina donde trabaja como secretaria, sabiamente punteado por el crescendo de la partitura musical. Tras el fracaso derivado de la no presentación a las oposiciones, la pareja acaba reconciliándose en el piso donde Alfonso vive junto a una anciana tía, donde tras sucesivos y pasionados besos y toqueteos, tendrá lugar su primer (y naturalmente elidido por completo) encuentro sexual, único momento en que ambos parecen felices, en soledad, en todo el relato.

Tras ello, la pareja acude a una moderna cervecería (metáfora de su evolución y cambio de status, de su incorporación a la nueva sociedad: se pasa de la antigua y clásica cafetería burguesa al moderno bar con juke-box), donde ella da rienda suelta a su nuevo estado de felicidad y desinhibición mientras él enseguida se despistará mirando ávidamente las piernas de una jovencita de la barra.
La represión sexual y el instinto maternal (se queda mirando a unos niños que pasan por la acera al salir del trabajo) se reflejan permanentemente en los ojos de Elvira, así como la sutil pero siempre presente y creciente presión social de su entorno (los comentarios de los compañeros de oficina, del camarero de la cafetería, etc…), finalmente liberada tras el clímax en que desenlaza el relato.
Todo esto nos es mostrado con enorme sutileza y adecuado tempo por Diamante, con una sintaxis narrativa diáfana, sutil, atenta a los detalles y las miradas de los personajes, suvamente lírica; con una narración lineal, clara, alejada de alambicados simbolismos (tan presentes en otros cineastas de la época), apoyándose para ello en el verismo socio-antropológico que le aportan las acertadas localizaciones naturales donde transcurre la acción.

En el segundo episodio del film, titulado «La noche», nos encontramos con dos jóvenes dependientas de una boutique de cosmética (similar tipología pero distinto tratamiento a la que podía verse en comedias costumbristas de éxito en la época, tales como Las muchachas de azul), Loli (Mara Goyanes) y María (Enriqueta Carballeira, actriz fetiche de aquel cine, presente en esos años en La tía Tula o El buen amor), quienes son invitadas por un grupo de amigos a un guateque en el apartamento de uno de ellos. Allí, María, pacata y excesivamente tímida, no consigue divertirse y relacionarse con normalidad con el resto, hasta la llegada de Servando, una especie de extraño y carismático playboy sudamericano (Julián Mateos, en una afectada composición que desentona del conjunto). Incapaz de sustraerse a su verborrea galante, María acabará besándole y declarándose su novia, tras pasar la velada charlando y bailando. Al llevarla en coche de regreso a su casa en el madrileño barrio de Entrevías, Servando intentará culminar su conquista obteniendo el rechazo pudoroso de la muchacha en una especia de acto sexual frustrado, la cual resultará insultada y humillada por el despechado. El episodio supone un a modo de violación moral de la ingenuidad y candor casi infantil de la chica, incapaz de superar la represión sexual (de nuevo clave del relato) que convierte en insuperable tabú la relación carnal con Servando.

Nos encontramos de nuevo el retrato de una mujer, joven e inexperta en este caso, incapaz de sustraerse a los encantos bastardos de un relamido conquistador, pero incapaz también de superar el tabú sexual en que ha sido educada.
La ambientación del episodio nos sitúa en un Madrid más snob y cosmopolita, en un apartamento de los barrios altos de la ciudad, presuntamente decorado a la moda internacional, dónde los jóvenes intentan comportarse de una manera más moderna, sin conseguirlo del todo (la amiga de María que acaba llorando ante el acoso sexual al que se la somete, la pedante conversación intelectual donde salen a relucir el marxismo y Toynbee, algo pillada por los pelos, el comportamiento estrafalario de algunos de ellos, etc…); el Madrid de los cachorros de las clases dirigentes, del que saldrá expulsada de regreso a su humilde origen, María, a modo de moderna Cenicienta, bruscamente despertada de su sueño, en un final abierto en el que la vemos, confusa y tambaleante, caminando por las vías del ferrocarril hacia un incierto horizonte.

El tercer y último episodio, titulado «La mañana», nos presenta a un matrimonio formado por un modesto médico de familia, José Cordón (Carlos Estrada, protagonista también de La tía Tula) y Pilar (una cálida Lina Canalejas), acosado por las estrecheches económicas causadas por la escasa remuneración que les procura el trabajo de médico y los gastos que ocasionan los prematuros hijos tenidos por el matrimonio (uno de ellos, Pedro Mari Sánchez, niño, inolvidable Críspulo de La gran familia).
Tras un casual encuentro durante un día de compras en el centro con una antigua amiga universitaria, casada también con un médico, pero de mejor posición social y económica y mayor vida cosmopolita, Pilar, angustiada por la envidia y la desazón, acabará discutiendo con su marido, achacándole falta de coraje y ambición para mejorar de condición, lo cual desembocará en una pelea conyugal finalizada con una aparatosa bofetada por parte de José.

Al día siguiente. la demora en regresar a casa de José, debida a la asistencia en el parto a una joven de una paupérrima familia gitana de los suburbios colindantes (encabezada por la carismática Lola Gaos) hará a Pilar acudir en su búsqueda. Tras ver a su marido en faena, terminará entendiendo su apuesta vital por la honradez y la profesionalidad, por la autenticidad y los principios, en una especie de marxista toma de conciencia y puesta en valor de su sacrificado esposo.
Finalmente, el relato termina con los dos caminando abrazados, por un descampado de pisos en construcción (símbolo de la nueva España que debía construirse y que esperaba en el futuro), en un nuevo final abierto, esperanzado en este caso, feliz, maravillosamente connotado por la música de Waitzman, nuevamente.

Al respecto de ella, su director comentó que “con Tiempo de amor (1964) no tuve problemas de censura y se llevó cuatro premios en el Festival de Valladolid.
Tuvo mucho éxito porque eran los retratos de tres mujeres en la España de los sesenta y conectó bien con el público”
.

En resumen, un pudoroso pero sincero acercamiento a los usos y costumbres amorosos y sentimentales de la juventud mesocrática de aquella España, aquella llamada a cambiarla, a mejorarla.

Especialmente, una cálida aproximación a varias figuras femeninas, marcadas por la insatisfacción y el desasosiego, por el peso que el clima social reinante tiene sobre su destino.

Sin costumbrismos garbanceros ni didactismos moralizantes, Diamante realiza un conmovedor friso social, hermoso y veraz, perspicaz en la observación tipológica de la sociedad española del momento.

En los aspectos técnicos destaca la sutil y certera labor como montador del emblemático Pablo G. del Amo y la maravillosa banda sonora, entre clásica y jazzística, dividida en tres diferentes temas incidentales, paralelos a los tres episodios del film, del hispano-argentino Adolfo Waitzman (compositor y esposo de la cantante Encarnita Polo y autor de la música de multitud de films y programas de televisión de la época, tales como La gran familia, Atraco a las tres, Diferente, Un, dos,tres…, El verdugo, etc…)

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Como colofón, añado un resumen de la maravillosa banda sonora de Waitzman…

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