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Archive for agosto 2008

La supuesta autobiografía de Chita, el chimpancé que fue estrella de Hollywood y actuó en doce películas de la serie de Tarzán, competirá con una novela sobre el asesinato del dictador paquistaní Zia-ul-Haq por el premio Guardian a una ópera prima.

Me Cheeta (Yo, Chita) documenta la vida y la época del chimpancé de ese nombre, que ha sobrevivido a sus compañeros de reparto del primer Tarzán, Johnny Weissmüller y Maureen O’Sullivan (Jane), y ha alcanzado mientras tanto la provecta edad de setenta y cinco años.

Chita, que, en su última aparición cinematográfica, en la película Doctor Dolittle, de 1967, mordió al actor Rex Harrison, está jubilado y vive en una residencia para viejos chimpancés en Palm Springs (California).

El jurado del premio se quedó tan sorprendido al leer el manuscrito de Me Cheeta, que saldrá a las librerías el próximo 1 de octubre, que exigió de la editorial, Fourth Estate, un documento firmado que asegurase que se trataba de la primera obra de un autor.

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Drama con ribetes de cine negro y notables dosis de fatalismo, dirigido para la Fox por el cineasta de origen rumano, Jean Negulesco (quien ya llevaba varios títulos notables dentro del cine negro –La máscara de Dimitros o El parador del camino– y el melodrama –Belinda, Humoresque-, para luego convetirse en el rey de la comedia romántica en technicolor –Creemos en el amor, Cómo casarse con un millonario-) , situado en el mundo de las carreras de caballos, se centra en la relación de un veterano y problemático jockey y su pequeño hijo, siempre huyendo por media Europa, por su vinculación a numerosos apaños y tongos y su tempestuosa relación con mafiosos apostantes, ávidos del soplo que les de ventaja.
Utilizando el marco del deporte y la competición para retratar a este baqueteado personaje, cuya tensión entre la marginalidad social y su lucha por abandonarla para alcanzar un porvenir más saneado terminarán en la obligatoriedad de elegir entre el apaño criminal que le llene los bolsillos de dinero sucio y la profesionalidad, con la consiguiente admiración de su hijo. Esta relación paternofilial recuerda en ocasiones a otros títulos centrados en el mundo del deporte (el boxeo en este caso, como The champ, de King Vidor; paralelismo que se ve reforzado por el protagonismo de Gardfield, quien también encarnó en su carrera boxeadores como el de Body and soul, de Rossen, y que se manifiesta en varias escenas que se sustancian en una pelea a puñetazos entre el protagonista y los malhechores que le acosan.).
Gardfield, que ya había trabajado con Negulesco en Humoresque, se encuentra aquí en la madurez de su carrera, dos años antes de fallecer a causa de un ataque cardiaco, provocado quizás por el acoso al que fue sometido por el dichoso Comité de Actividades Antiamericanas de McCarthy, compone un sobrio, tenso y algo sombrío personaje, cargado de fatum, en lucha por huir de su pasado y no perder la mirada admirativa de su hijo.
Huido de Italia, llegado a un París estereotipado (esos cafés y cabarets nocturnos, poblados por arquetípicos existencialistas con barbita y rodeados de humo y glamourousas cantantes con vocación de vampiresa), intentará, mediante la compra y doma de una caballo brioso y díficil y su posterior monta en el Grand Prix, dar el golpe de gracia, el salto que le permita situarse y tener un porvenir con su hijo y con una magnética y bella cantante nocturna, con algún rasgo similar a Edith Piaf, encarnada por Micheline Presle, actriz-cantante famosa en Francia (Falbalas, Le diable au corps,…) efímeramente importada a Hollywood por Zanuck (no consiguió el triunfo y regreso pronto a su Francia natal), pero la reparición en escena de la banda de mafiosos que le persiguen (buen trabajo de composición del secundario Luther Adler encarnando al jefe de la banda) abortará sus planes.


La relación paternofilial es la base del film, centrado en sus detalles y complicidades (ese curioso gesto frotándose la nariz, común de padre e hijo, que se repite a lo largo del film, como rima cómplice que une sus personalidades), así como el retrato cómplice de ese sombrío y bronco personaje que intenta superar, sin conseguirlo, su deriva fatal y la mirada al mundo de las carreras de caballos, llena de respeto a los jockeys (estupendo retrato del jinete amigo de Gardfield) y crítica con la miseria moral que caracteriza a sus aledaños criminales. En ello radican las mejores bazas del film que, pese a un tono sólido y ocasionalmente vigoroso, no logra alcanzar las cotas dramáticas que cabría esperar, teniendo en la escasa fuerza de la relación sentimental (el hieratismo de Presle no ayuda) y en las improbables escenas de Gardfield como jockey, montando a caballo, sus elementos más débiles.

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Un excelente artículo en El País nos narra la historia de la muerte del actor británico Leslie Howard en España, durante una misión de espionaje en plena Guerra Mundial, en 1943.

El artículo completo, aquí.

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Medio siglo después de que viese la luz la primera estrella del Paseo de la Fama de Hollywood, esta mítica avenida pasará por quirófano para rejuvenecer su aspecto, desgastado por el paso del tiempo y millones de turistas.

La historia de este monumento al éxito en el mundo del espectáculo arrancó en 1953 con el inicio del desarrollo del proyecto, que tomó forma el 15 de agosto de 1958.

Ese día, el nombre de Preston Foster, actor con cierta presencia en el cine de aquel entonces.

Foster fue el primero de un pequeño grupo de artistas que estrenó el Paseo de la Fama aquel año, aunque la fecha oficial de su inauguración fue en noviembre de 1960.

Dos años más tarde, se celebró la fundación de este firmamento de baldosas negras con la colocación de 1.500 estrellas en las aceras de la avenida, entre las que se encontraban las de celebridades latinas como Rita Hayworth, Desi Arnaz Jr., Dolores Del Río o el español Xavier Cugat.

Desde entonces el número de astros en el suelo se ha multiplicado hasta los 2.365 —71 de ellos de figuras latinas— que se sitúan hoy a lo largo de cuatro kilómetros de bulevar, como Steven Spielberg, Harrison Ford, Luis Miguel, Cantinflas, Julio Iglesias, Oliver Stone, Antonio Banderas o Alfred Hitchcock.

La Cámara de Comercio de Hollywood, encargada desde 1978 a través del Hollywood Historic Trust de gestionar la designación de nuevas estrellas, optó por posponer los actos para conmemorar las cinco décadas de Paseo de la Fama hasta 2010, un tiempo prudencial que permitirá someter a la avenida a un necesario lavado de cara.

Según un estudio de este organismo, cerca de 800 estrellas sufren un deterioro severo que requiere su sustitución, como la de Joan Collins o la de Burt Lancaster.

Los millones de turistas que caminan por la avenida cada año, el calor, las obras de construcción que se realizan en la zona, el metro cercano, las raíces de los árboles e incluso un canal de agua subterránea han obligado a que el Paseo de la Fama se someta a una operación masiva de rejuvenecimiento.

«Cuando se diseñó se seleccionó el color negro. Hoy no lo habríamos escogido, pero es algo histórico y no lo podemos cambiar. Absorbe calor, lo que causa roturas. Aunque se limpia todas las noches se vuele a ensuciar enseguida», ha afirmado Leron Gubler, presidente de la Cámara de Comercio de Hollywood.

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Western moderno, drama familiar con ribetes de cine negro, Hathaway firmó esta adaptación de Simenon para la Fox, en 1956.


El retorno del pasado, encarnado en un hermano fugitivo y algo desequilibrado, al seno de una acomodada familia, poseedora de un rancho en la frontera de Arizona con México es la excusa argumental del film, cuyo núcleo es el proceso de conocimiento y reconciliación de los dos hermanos, el dilema moral que tendrá que solventar el hermano mayor (ajustado pero algo envejecido Joseph Cotten), apoyado por su esposa (estupenda Ruth Roman, gran actriz poco reconocida pese a los numerosos títulos notables que atesora en su filmografía), escindido entre la fidelidad a su status social y el mantenimiento de la imagen de triunfador de la que disfruta en la localidad (prestigioso abogado y asentado ranchero), entre la preeminencia hipócrita de su estabilidad social y familiar (pese a que esta se encuentra agrietada por el fantasma de la infelicidad e incomunicación conyugal, debido a la esterilidad de la pareja) y la reconciliación y ayuda a su prófugo hermano, huido de la cárcel en la que ha pasado cinco años por culpa de una reacción violenta causada por su carácter psicótico y su adicción al alcohol (el habitualmente blando Van Johnson, creíble, en uno de los más destacados papeles de su carrera).

Todo ello, enmarcado en un medio natural hostil, exacerbado, ya que la frontera (lugar moral más que otra cosa, como es habitual en el género, enclave propicio a la encrucijada vital, a la decisión al filo) es infranqueable debido a la crecida del río, lo que imposibilita la huida, la redención, la nueva vida que espera en México, donde espera la familia. Resulta destacable el uso de la feracidad de la naturaleza, las torrenciales lluvias que asolan la ciudad como metáfora de los turbulentos procesos a que se ven abocados los personajes, especialmente, en el desenlace final cuando ambos hermanos intentan cruzar el río, sin conseguirlo, pero logrando la verdadera finalidad de su escapada, la redención personal, el reencuentro con sus raíces y su pasado.
Hathaway narra con potencia y buena mano este drama familiar, ayudado en una notable fotografía en magnífico scope y color, firmada por Lee Garmes, y adornado con excelentes y acerados diálogos (algo presumible dado el notable origen literario), logrando uno de sus mejores films de madurez, pese a que él mismo no la recordara con especial cariño y no estuviera especialmente contento con sus resultados. El equilibrio entre la tensión y potencia de las escenas íntimas, de enfrentamiento familiar en interiores y el vuelo dramático de las escenas en exteriores, cuando los personajes huyen e intentan encontrarse (magnífica escena de la huida del personaje de Van Johnson, a punto de ser atropellado por el tren y despertado por el mismo tras haber caído en una cuneta) está logrado y confiere al film de una gran potencia dramática y solidez.

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Con la eclosión de lo que se dio en llamar nuevo cine español, en los años 1962-1964, hicieron su debut en el cine un notable número de directores (Camus, Eceiza, Picazo, Regueiro, Martín Patino, Jorge Grau, …), alguno de los cuales ha tenido una larga y, más o menos, abundante carrera en el cine nacional. No fue ése el caso de uno de los miembros en su momento más destacado del mencionado grupo, Julio Diamante, quien tras debutar en 1962, con Los que no fuimos a la guerra, film fundacional de la generación junto a Noche de verano, de Jorge Grau, vio declinar su carrera tras sucesivos problemas con la censura y el fracaso de algunas de sus siguientes obras, tales como El arte de vivir; derivando su actividad hacia un cine más comercial, también sin éxito alguno (Sex o no sex), y posteriormente, hacia el documental, la televisión o la docencia académica en la E.O.C.

Sin embargo, su segunda obra, Tiempo de amor, producida por Época Films y co-escrita con su esposa y colaboradora, Elena Sáez, pese a no ser tan conocida popularmente como otros films de la época, de parecida temática y tratamiento (La tía Tula, El buen amor, Nueve cartas a Berta), me ha parecido siempre una de esas joyas ocultas y minusvaloradas del cine español.

Con una palpable influencia del mejor cine europeo de la época (pienso en los primeros títulos de Louis Malle, Zurlini o el Ermanno Olmi de Il posto o I fidanzati, más que en otros grandes nombres de la nouvelle vague o el cine italiano), se acoge a una fórmula habitual de la época en aquellas cinematografías: el relato compartimentado en varias partes independientes, separadas argumentalmente, pero unidas por un mismo tono narrativo y una similar intención y marco temático (recordemos títulos como L’amore in cittá o I mostri, entre otros muchos). No en vano, dicha construcción era también familiar y presente en la literatura española de posguerra (estoy pensando en referentes como, salvadas las distancias, La colmena, de Camilo J. Cela, o La noria, de Luis Romero, entre las que conozco).

Mediante un acercamiento sincero y verista, cercano en algunos momentos a cierto behaviorismo realista vigente en la época (recordemos, por ejemplo, El Jarama, de Sánchez Ferlosio o las primeras obras de Martín Gaite, Aldecoa, Fernández Santos…) el film nos narra tres breves relatos, cíclica y elegantemente encadenados, centrados en figuras femeninas de la época, en sus deseos relaciones sentimentales, en la influencia que en ellas tiene el limitado y gris contexto social en que se desarrollan: la España de la época.

En el primero de ellos, titulado «El atardecer», el protagonismo recae en una pareja de novios, la formada por Alfonso (ajustado Agustín González), empleado de banca y sempiterno opositor a la Administración, y Elvira (maravillosa Julia Gutiérrez Caba, imposible mayor intensidad y concisión expresiva). Tras más de una década de relaciones, la pareja cifra sus esperanzas de futuro y sus posibilidades de matrimonio en el éxito en dichas oposiciones, lo cual se verá frustrado cuando él no llegue ni siquiera a presentarse a las mismas. Les vemos en su devenir cotidiano por un grisáceo Madrid de añejos cafés, aburridos cines y plomizas aulas universitarias y oficinas, caracterizados por una agobiante abulia.
La inalcanzable meta del matrimonio, trasunto de la respetabilidad social, la apertura al sexo y la pérdida de la virginidad, irá paulatinamente causando en el personaje de Elvira un creciente desososiego y ansiedad, hasta alcanzar el momento catártico de su pequeña crisis nerviosa en el cuarto de baño de la oficina donde trabaja como secretaria, sabiamente punteado por el crescendo de la partitura musical. Tras el fracaso derivado de la no presentación a las oposiciones, la pareja acaba reconciliándose en el piso donde Alfonso vive junto a una anciana tía, donde tras sucesivos y pasionados besos y toqueteos, tendrá lugar su primer (y naturalmente elidido por completo) encuentro sexual, único momento en que ambos parecen felices, en soledad, en todo el relato.

Tras ello, la pareja acude a una moderna cervecería (metáfora de su evolución y cambio de status, de su incorporación a la nueva sociedad: se pasa de la antigua y clásica cafetería burguesa al moderno bar con juke-box), donde ella da rienda suelta a su nuevo estado de felicidad y desinhibición mientras él enseguida se despistará mirando ávidamente las piernas de una jovencita de la barra.
La represión sexual y el instinto maternal (se queda mirando a unos niños que pasan por la acera al salir del trabajo) se reflejan permanentemente en los ojos de Elvira, así como la sutil pero siempre presente y creciente presión social de su entorno (los comentarios de los compañeros de oficina, del camarero de la cafetería, etc…), finalmente liberada tras el clímax en que desenlaza el relato.
Todo esto nos es mostrado con enorme sutileza y adecuado tempo por Diamante, con una sintaxis narrativa diáfana, sutil, atenta a los detalles y las miradas de los personajes, suvamente lírica; con una narración lineal, clara, alejada de alambicados simbolismos (tan presentes en otros cineastas de la época), apoyándose para ello en el verismo socio-antropológico que le aportan las acertadas localizaciones naturales donde transcurre la acción.

En el segundo episodio del film, titulado «La noche», nos encontramos con dos jóvenes dependientas de una boutique de cosmética (similar tipología pero distinto tratamiento a la que podía verse en comedias costumbristas de éxito en la época, tales como Las muchachas de azul), Loli (Mara Goyanes) y María (Enriqueta Carballeira, actriz fetiche de aquel cine, presente en esos años en La tía Tula o El buen amor), quienes son invitadas por un grupo de amigos a un guateque en el apartamento de uno de ellos. Allí, María, pacata y excesivamente tímida, no consigue divertirse y relacionarse con normalidad con el resto, hasta la llegada de Servando, una especie de extraño y carismático playboy sudamericano (Julián Mateos, en una afectada composición que desentona del conjunto). Incapaz de sustraerse a su verborrea galante, María acabará besándole y declarándose su novia, tras pasar la velada charlando y bailando. Al llevarla en coche de regreso a su casa en el madrileño barrio de Entrevías, Servando intentará culminar su conquista obteniendo el rechazo pudoroso de la muchacha en una especia de acto sexual frustrado, la cual resultará insultada y humillada por el despechado. El episodio supone un a modo de violación moral de la ingenuidad y candor casi infantil de la chica, incapaz de superar la represión sexual (de nuevo clave del relato) que convierte en insuperable tabú la relación carnal con Servando.

Nos encontramos de nuevo el retrato de una mujer, joven e inexperta en este caso, incapaz de sustraerse a los encantos bastardos de un relamido conquistador, pero incapaz también de superar el tabú sexual en que ha sido educada.
La ambientación del episodio nos sitúa en un Madrid más snob y cosmopolita, en un apartamento de los barrios altos de la ciudad, presuntamente decorado a la moda internacional, dónde los jóvenes intentan comportarse de una manera más moderna, sin conseguirlo del todo (la amiga de María que acaba llorando ante el acoso sexual al que se la somete, la pedante conversación intelectual donde salen a relucir el marxismo y Toynbee, algo pillada por los pelos, el comportamiento estrafalario de algunos de ellos, etc…); el Madrid de los cachorros de las clases dirigentes, del que saldrá expulsada de regreso a su humilde origen, María, a modo de moderna Cenicienta, bruscamente despertada de su sueño, en un final abierto en el que la vemos, confusa y tambaleante, caminando por las vías del ferrocarril hacia un incierto horizonte.

El tercer y último episodio, titulado «La mañana», nos presenta a un matrimonio formado por un modesto médico de familia, José Cordón (Carlos Estrada, protagonista también de La tía Tula) y Pilar (una cálida Lina Canalejas), acosado por las estrecheches económicas causadas por la escasa remuneración que les procura el trabajo de médico y los gastos que ocasionan los prematuros hijos tenidos por el matrimonio (uno de ellos, Pedro Mari Sánchez, niño, inolvidable Críspulo de La gran familia).
Tras un casual encuentro durante un día de compras en el centro con una antigua amiga universitaria, casada también con un médico, pero de mejor posición social y económica y mayor vida cosmopolita, Pilar, angustiada por la envidia y la desazón, acabará discutiendo con su marido, achacándole falta de coraje y ambición para mejorar de condición, lo cual desembocará en una pelea conyugal finalizada con una aparatosa bofetada por parte de José.

Al día siguiente. la demora en regresar a casa de José, debida a la asistencia en el parto a una joven de una paupérrima familia gitana de los suburbios colindantes (encabezada por la carismática Lola Gaos) hará a Pilar acudir en su búsqueda. Tras ver a su marido en faena, terminará entendiendo su apuesta vital por la honradez y la profesionalidad, por la autenticidad y los principios, en una especie de marxista toma de conciencia y puesta en valor de su sacrificado esposo.
Finalmente, el relato termina con los dos caminando abrazados, por un descampado de pisos en construcción (símbolo de la nueva España que debía construirse y que esperaba en el futuro), en un nuevo final abierto, esperanzado en este caso, feliz, maravillosamente connotado por la música de Waitzman, nuevamente.

Al respecto de ella, su director comentó que “con Tiempo de amor (1964) no tuve problemas de censura y se llevó cuatro premios en el Festival de Valladolid.
Tuvo mucho éxito porque eran los retratos de tres mujeres en la España de los sesenta y conectó bien con el público”
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En resumen, un pudoroso pero sincero acercamiento a los usos y costumbres amorosos y sentimentales de la juventud mesocrática de aquella España, aquella llamada a cambiarla, a mejorarla.

Especialmente, una cálida aproximación a varias figuras femeninas, marcadas por la insatisfacción y el desasosiego, por el peso que el clima social reinante tiene sobre su destino.

Sin costumbrismos garbanceros ni didactismos moralizantes, Diamante realiza un conmovedor friso social, hermoso y veraz, perspicaz en la observación tipológica de la sociedad española del momento.

En los aspectos técnicos destaca la sutil y certera labor como montador del emblemático Pablo G. del Amo y la maravillosa banda sonora, entre clásica y jazzística, dividida en tres diferentes temas incidentales, paralelos a los tres episodios del film, del hispano-argentino Adolfo Waitzman (compositor y esposo de la cantante Encarnita Polo y autor de la música de multitud de films y programas de televisión de la época, tales como La gran familia, Atraco a las tres, Diferente, Un, dos,tres…, El verdugo, etc…)

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Como colofón, añado un resumen de la maravillosa banda sonora de Waitzman…

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